martes, 13 de septiembre de 2016

¿CUÁNTO VALE UNA HORCA?


     -¿Cuánto vale una horca?
     Me volví asombrado hacia el niño que acababa de hacer la pregunta. Apenas tendría ocho o nueve años; quizás diez, pero era muy menudo y aún parecía más insignificante con aquellos pantaloncitos cortos, tan poco usuales, tan pasados de moda como sus cabellos peinados con brillantina y, en los ojos, una mirada triste de foto de posguerra.

   Creo que tartamudeé al decirle el precio, todavía en pesetas, porque estábamos en el año 1998, en septiembre de 1998. Luego lo vi marchar, preguntándome para qué podría querer una horca aquel muchachito que parecía sacado de una película en blanco y negro y que, ante mis ojos, era zambullido por una muchedumbre que se apresuraba a buscar sitio entre las casetas cercanas, que ofrecían cerveza fría con la que refrescarse, gambas cocidas para hacerla más sabrosa, miguelitos de La Roda y chocolate de Tarazona para los golosos, sidra asturiana, queso de Villarrobledo y, sobre todo, bocadillos de chorizo o jamón con auténtico pan de pueblo, para recuperar fuerzas, hacer frente al resto del día y entrar con buen pie en la noche de la feria albaceteña.
     Posiblemente fue la única persona que se interesó por nuestros aperos aquella tarde… Eran muchos los que se paraban a mirar, movidos por la curiosidad, al tropezarse con aquellos artilugios tan poco usuales; pero no tantos los que se animaban a tomarlos en sus manos, tocarlos, hacer comentarios a los hijos, que quizás los veían por primera vez y, mucho menos aún, los que se decidían a comprar alguno, no para aventar la paja o rastrillar el grano sino, supongo, para colocarlos en cualquier rincón como elemento decorativo… Así que difícilmente hubiera podido imaginar que aquel niño volvería a interesarse de nuevo cada año, cada segundo sábado de septiembre y siempre sobre la misma hora de la tarde.
       Yo, por mi parte y desde muy pequeño, después de cada verano esperaba con impaciencia y alegría la llegada de la Feria de Albacete… Ahora, me empeño cada año en llevar a mis hijos, que se aburren soberanamente en cuanto agotan el cupo de atracciones a las que les permito subir, entiendo aquella ilusión infantil por lo extraordinario, por lo novedoso que para nosotros, los niños de aquella época, suponía… pero no termino de comprender qué motivos llevaban a mis padres y abuelos a volver año tras año con su carga de horcas y garrotes, de astiles para picos y azadas, rastrillos y demás utensilios del campo hechos con brotes de los almeces de nuestra tierra; porque nosotros, aunque yo nunca haya vivido allí, somos de Jarafuel, pueblo más manchego que valenciano, en el centro mismo del Valle de Ayora, pueblo de ricas huertas que riegan el río Júcar y los innumerables manantiales que nacen en los feraces montes que nos rodean, De los arbustos que sujetan las tierras en las terrazas que sembramos, se saca la preciada madera que, una vez cocida y torneada, ha hecho famosas las herramientas que aún se fabrican, tan conocidas y valoradas como la miel de nuestras abejas o los melocotones, el aceite y las almendras de nuestros secanos.
       Mis abuelos siempre se dedicaron a este negocio y de él vivieron hasta su jubilación.  A base de cocer ramas de almez, cocerlas, trabajarlas y luego venderlas por ferias y mercados, criaron a tres hijas, de las que mi madre fue la mediana… Luego la ocupación familiar ya no fue más que un pasatiempo para mi abuelo y para mi tío Luis, el mayor de sus yernos, que le ayudaba en un capricho que costaba más de lo que daba… Por eso, cuando fui mayor y consciente de que no se vendía ni un palo de escoba (y nunca mejor dicho lo de palo), quise saber el porqué de aquel empecinamiento en volver cada año a la Feria de Albacete. No encontré ningún motivo, sólo había una razón: que siempre lo habían hecho y lo seguirían haciendo mientras ellos vivieran.
         Cuando se murió mi abuelo y la familia se planteó no volver más, fui yo quien decidió apoyar a mi tío para que siguiéramos yendo en nombre de todos; así empezamos a hacerlo los dos solos, mi tío y yo. Los demás venían algún día, lo pasaban entero en la feria, comían y cenaban con nosotros en el puesto, mis hermanos y primos más pequeños jugaban a que vendían y se afanaban por despachar atentamente a quienes, llevados más por la curiosidad que por el deseo de comprar, preguntaban algún precio; luego, ya de madrugada, cuando se cerraban las casetas y echábamos la lona que cerraba la nuestra, ellos se marchaban y nosotros dos nos quedábamos a dormir allí, rodeados de todos aquellos bártulos que, más que traerme el recuerdo, me transportaban de nuevo a la niñez, al taller de mi abuelo, a mis pantalones cortos, a los juegos con mis  hermanos, a los baños en las balsas, las ranas, los grillos, las cenas de bocadillo en la calle, las largas tertulias a la fresca de una noche estrellada.
       La primera aparición del niño que quería comprar una horca había sido también el primer año que me quedé a vender. Al siguiente, en el mismo segundo sábado de septiembre, volvió a presentarse ante mí. Venía igual de serio, de formal; muy vestido de domingo, con una corbatita sobre la pechera de la camisa inmaculadamente blanca, y con unas enormes ojeras que hacían más triste sus ojos grises. No corría ni saltaba, no alborotaba como otros niños que, escapados de las manos de sus padres, se metían entre los puestos tocándolo todo... pero tampoco había nadie que pudiera decirle que se estuviera quieto pues, como el año anterior, de nuevo venía completamente solo y de nuevo se fue derecho hasta el montón de las horcas, las miró largo rato sin atreverse a tocarlas, luego las acarició despacio, las sopesó y por fin, tomando una en sus manos, se decidió a preguntar:
     -¿Cuánto vale una horca?
   Repetí el precio del año anterior, todavía en pesetas… Y él, como en aquella ocasión, la dejó cuidadosamente y se fue. Me hubiera gustado que me regateara, que me hiciese una contra-oferta, que me dieses pie a dejársela llevar por el precio que fuera, cualquier motivo para preguntarle para qué la quería… Pero se perdió entre la turba de gente que se iba en busca de los langostinos y las botas de vino, de las morcillas y los chorizos, de la noria y los caballitos, de las navajas típicas y las pelotas de goma, del tren de la bruja y la tómbola de caridad.
        Cuando tres meses después, víspera de las navidades de aquel último año del siglo, llegamos a Jarafuel, vi con sorpresa las horcas pequeñitas que mi tío hacía hecho. Las tenía amontonadas al tuntún y las estaba oscureciendo con nogalina, a la vez que les colocaba pequeños pomitos para convertirlas en perchas, en mini-perchas como las que últimamente, con forma de garrote, se vendían para colgar las llaves.
     -Son horribles –me confesó él mismo, cuando se percató de la cara de estupefacción con la que lo miraba trabajar.
   Y era verdad. Eran realmente espantosas, esperpénticas con aquel manojo de dedos retorcidos a uno de los lados.
    -Me las han encargado en una empresa –se explicó-, para regalarlas esta Navidad, junto a melocotones de Jalance, aceite de Teresa y miel de Ayora… Quieren ser originales y hacer la cesta con productos de la zona.
     -Pues se van a lucir –murmuré cogiendo uno de aquellos pequeños engendros y mirándolo detenidamente, como si me costara creer en su propia existencia.
Pero en el fondo estaba encantado y ya había decidido que una de aquellas horcas se iba a quedar sin adornos, sin dibujos de nogalina, sin pomitos… la iba a conservar tal y como estaba hasta la feria del año siguiente.
      … Y así me la traje conmigo. Por si acaso, sólo por si acaso el niño volvía también este año en el que los precios ya son en euros y nuevas atracciones, más modernas que nunca, rugen a mis espaldas, compitiendo con la música de los grupos de rock que empiezan sus conciertos en las carpas cercanas, con lo olés  y pasodobles que llegan lejanos desde la plaza de toros, con las charangas que recorren el redondel… Y sí, de nuevo, como cada año, en medio de un multitud abotargada por la digestión de los gazpachos, el sopor de la siesta y los vapores del vino tinto de la tierra, aparece él, por primera vez con pantalones largos, pero con la misma tristeza de siempre, con la misma soledad reflejada en el rostro, con el mismo miedo asomado a sus ojos. Le dejo hurgar sin precipitarme a ofrecerle la sorpresa que le tengo preparada. Y él repite todos los movimientos de los años anteriores, con el mismo cuidado y el mismo interés que si fuera la primera vez que se para en nuestro puesto, la primera vez que ve estos aperos, la primera vez que observa, sopesa, compara y por fin, escogiendo una, pregunta:
Fotografía de Chema Madoz. "Horca Perlas", 1997
     -¿Cuánto vale una horca?
     -Vale tres euros… quinientas pelas de las de antes –le digo-. Pero mira, tengo esto para ti por sólo cincuenta céntimos. Yo, mientas se lo digo, he sacado la horca pequeñita de detrás del mostrador. Se la enseño, pero él la mira sin interés.
   -No quiero una horca de juguete. Quiero una de verdad. Toma.
     Y al decirlo me tiende tres monedas relucientes, todavía nuevas, que ha llevado todo el tiempo apretadas en la mano.
      Se las tomo, estupefacto, y apenas me atrevo a murmurar mi pregunta:
     -¿Y para qué la quieres?
     -Es para quemarla.
    La coge, da media vuelta y se pierde entre el mismo gentío de siempre, entre la marabunta de los devoradores de gambas cocidas y de bocadillos de embutido, de sidra y chocolate, relojes de latón y navajas típicas, pelotas de goma y molinillos de viento, cuyas vertiginosas aspas de papel charol no alcanzan a tapar los cuatro pinchos de la horca que sobresale sobre todas las cabezas.
     -Está loco, no le haga caso.
    Me lo dice un hombrecillo que, por lo visto, ha sido testigo de la venta.
       -¿Lo conoce?
    -Claro que lo conozco. Aquí todo el mundo lo conoce. Es el hijo de Juan, el camionero, y se trastornó cuando lo de su padre.
No sé cómo preguntar, pero mi mirada debe de hacerlo por mí, ya que el hombre se apresura a explicarse:
      -Su padre tuvo un accidente de camión en Turquía.
      -¿Se mató?
      -No, atropelló a un niño. Y allí no se andan con tonterías: tal y como lo cogieron, en la misma plaza del pueblo, lo ahorcaron.



Accésit en el XXIX Certamen Literario Bustar Viejo, de Madrid (2005). Publicado en Internet por los patrocinadores del premio.
Publicado en Historias de Gente sin Historia (Editorial Acumán, 2006)

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