miércoles, 21 de febrero de 2018

LO QUE ÁFRICA SE PARECE A ÁFRICA

Apenas hace unas semanas que he regresado de África, concretamente de Ghana, uno de esos países que, situado junto al golfo de Guinea, forman parte de lo que se conoce como el “África negra”…  Se le llamó así no por el color de la piel de sus habitantes, sino porque, inexplorada durante tanto tiempo, en los mapas se pintaban de negro todas esas extensiones de su interior en la que aún no se habían dibujado fronteras y en las que no se conocían países, ríos, selvas, pueblos que hoy podemos ver en los mapas pero que, seguramente, seguimos desconociendo.
Niña en el colegio de Nkontrodo con el mapa de África a sus espaldas


Poblado de Guabuliga
Lo primero que me sorprendió fue lo mucho que África se parece a África. Y no es un juego de palabras. Era la tercera vez que volaba a ese continente. La primera fue a Melilla, sin salir de España… La segunda a Túnez, que no deja de ser un país mediterráneo, como el nuestro, y del que me vine con la impresión de que los guías me habían mostrado una especie de parque temático en el que a los turistas se nos enseñaban palmeras a las que un hombre se subía a coger dátiles, en plan artista de circo; parajes desérticos en los que se rodó alguna película conocida, bazares en los que los precios estaban inflados para que pudiéramos darnos el gusto de regatear hasta que nos dejaran una chilaba por la mitad de su precio inicial, aldeanos que (con muy poco entusiasmo), nos ofrecerían dos o tres camellos a cambio de nuestra mujer, para que luego pudiéramos contárselo a los amigos; y la casa de una tía del guía a la que sólo nos llevaría a nosotros (era algo que nunca hacía), para que viéramos una familia beduina y tomáramos un té con ellos (luego nos pedirían una ayuda para los libros escolares del niño o para la medicina que había que llevarle al abuelo desde Europa o Estados Unidos).  Nada que ver con esa vida real de los tunecinos que cada día se iban a trabajar a sus talleres, oficinas, campos, tiendas o barcos de pesca, a estudiar al colegio o la universidad, al cine o a comprar en los centros comerciales… Y no estoy contando nada que no pase en España cuando a los turistas se los lleva a pasear por el Sacromonte en Granada, a que se hagan una foto junto a un burro cargado de botijos en Mojácar o se les haga cruzarse, “casualmente”,  con una tuna que recorre las calles de Madrid tocando sus laudes y bandurrias, y en la que los tunos son unos tunos que ya pasan todos de los cincuenta años.

La ciudad de Elmina
            
Así es que, como mi viaje a Ghana no tenía nada de turístico y sólo iba a ver gente trabajando en dispensarios médicos, hospitales, centros de formación y colegios, llegué allí convencido de que, salvando algunas diferencias culturales y económicas, me encontraría con un país más o menos parecido al nuestro o, en todo caso, a otros países situados en su misma latitud, como pueden ser Colombia o Venezuela. Y esa fue mi gran sorpresa: descubrir que África sigue siendo África y que, pese a la globalización y a la uniformidad que nos imponen las  multinacionales, todavía es posible encontrar el paisaje y el ambiente que nos han hecho llegar con las películas de Tarzán, que son las primeras que me vienen a la cabeza, quizá porque una noche, en Asikuma, me despertó el tantán de los tambores, que parecían llegar de la selva cercana o, días antes, no muy lejos de Walewale, entré a pie en el poblado de  Guabuliga, donde la gente vive en chozas de tierra con tejados de paja y utiliza los mismos recipientes y herramientas que aparecen en los libros de texto, cuando se estudia la prehistoria).

Consulta bajo el baobab
Tengo que confesar que sabía muy poco de Ghana cuando me comunicaron que ése era el país al que tendría que viajar, como castigo por haber ganado un premio de relatos. Sabía más o menos por dónde buscarlo en el mapa, que tiene costa y que antaño se había llamado Costa de Oro, que produce cacao, que su selección de fútbol siempre es de las que suenan y sorprenden en los mundiales, que hacen ataúdes divertidos para poder enterrar a cada uno con aquello que le gustó o le hubiera gustado tener…  Pero no recordaba el nombre de su capital, Acra, aunque alguna vez lo habría estudiado en la escuela, ni conocía el de ninguna otra ciudad. Cuántos habitantes. Qué idioma hablan. Quién lo gobierna. Cuál es su historia. Cuál su moneda…  Me di cuenta de lo poco que sabemos de algunos países, qué poco parecen importarnos… Para mí Ghana era sólo parte de esa mancha oscura, de esa parte pintada de negro en el mapa, sin fronteras precisas, sin ciudades, sin ríos ni lagos (y eso que en su territorio se encuentra el Volga)… Un país del que incluso en Internet resulta difícil encontrar  mucha información.


Sala de espera del dispensario de Walewale
Ya antes de viajar allí me informé de los proyectos que iba a visitar y supe que, para verlos todos,  recorrería el país de norte a sur, viajando primero a Walewale, en plena sabana africana y llegando al final hasta Elmina, ciudad bañada por el Atlántico, al que se asoman bellas playas tropicales de arenas blancas y esbeltas palmeras desde la que , hace apenas un par de siglos aún embarcaban, para llevarlos a América como esclavos, a los negros que eran capturados  o comprados no sólo en aquella Costa del Oro, sino en todo el centro de África. Aún se conserva y se visitan dos castillos cercanos, el de Elmina y el de Cape Coast,  en los que se hacinaban en las peores condiciones que se puedan imaginar y donde, padeciendo todo tipo de vejaciones, esperaban el barco en el que, si no habían muerto en los calabozos del castillo o en la bodega del barco, llegarían a tierras americanas para no regresar jamás.

Sala de maternidad. Hospital de Asikuma
Pero el primero de los lugares que visité se llama Guabuliga. Un poblado de chozas de tierra y techos de paja en el que, con herramientas primitivas, cultivan los campos y en el que, como en una extensión del dispensario de Walewale, se atiende la salud de la población que carece de medios para desplazarse hasta el pueblo. Así, mi primer contacto con el trabajo que se hace en plena sabana africana fue de verdad impactante: A la sombra de un árbol enorme, que bien hubiera podido ser un baobab, porque abundan en la zona, se reunían un puñado de madres con sus bebes que, en una báscula colgada de una de las ramas, eran pesados y medidos. Se trataba de hacer un seguimiento de su nutrición, a la que se contribuye no sólo facilitándoles alimentos, sino también formación porque como supe después, el problema de la nutrición de estos pequeños no es tanto por falta de comida (puede que incluso no pasen hambre), como por la pobreza de la misma pese a que, sabiendo utilizarlos, en la zona habría recursos suficientes para alimentarlos adecuadamente.

Junto al árbol, en una construcción relativamente reciente, se pasaba consulta y se facilitaba medicación para una población numerosa, mayoritariamente mujeres y niños, que esperaban pacientemente a ser atendidos por un personal que cuenta con más voluntad que medios. El pequeño dispensario dispone también de un par de camas en las que atender a los más enfermos, como una mujer afectada de malaria, que se encontraba “hospitalizada” cuando yo los visité.

El dispensario de Walewale es más grande, mejor construido y con muchos más recursos que su extensión en Guabuliga: Zona de espera más acondicionada, consultas separadas de la gente que aguarda, un pequeño laboratorio, dependencias administrativas, farmacia organizada y más camas para poder atender a quienes necesitasen ser hospitalizados unas horas.
Tuve la suerte de conocer allí a una muchacha de Burgos, que lleva veinte años, aprovechando sus vacaciones en el hospital en el que trabaja y en la universidad en la que da clases, para irse allí como voluntaria; me acompañó y me hizo de guía por el bullicioso mercadillo del pueblo; aunque Ghana en sí misma es una nación con tal cantidad de vendedores ambulantes,  que todo el país parece un mercadillo
Castillo de Elmina
Donde sí pude ver el funcionamiento de un verdadero hospital es en Asikuma. En realidad se trata de todo un complejo hospitalario que da servicio a una población de más de doscientas mil personas. Se trata de varios edificios en el que se atienden urgencias y consultas por especialidades: cardiología, otorrinolaringología (igual de difícil de decir en español que en inglés), oftalmología… Quirófanos, laboratorios, almacén de farmacia… Una sección de radiología. Salas de hospitalización para hombres y mujeres,  otra para la maternidad, alguna habitación individual para enfermos infecciosos, servicios de comedor, dependencias administrativas, talleres, lavandería… y hasta unas casitas en las que podían pernoctar los familiares de los enfermos que, habiendo venido de muy lejos no pudieran regresar en el día a su domicilio. Enumero todos estos detalles para que se vea la importancia del hospital, pese a lo precarios que puedan parecer su construcción, su equipamiento y los servicios que ofrecen al paciente,  si los comparamos con los nuestros. Puedo ilustrar lo que digo con un ejemplo: En una de las salas de maternidad, en la que estaban hospitalizadas las mujeres que habían sido intervenidas con cesárea, vi que entre las dos filas de camas, habían puesto unos colchones en el suelo, que también estaban ocupados por madres con bebes. Cómo no pude evitar lamentarme (lamentar que no criticar), la situación en la que estaban, me explicaron que esas mujeres se sentían muy afortunadas de estar en esas condiciones porque, si estuvieran en su casa, no sólo también estarían en un colchón en el suelo, sino que posiblemente compartido con el marido y algún otro hijo, en un habitáculo menos espacioso, menos luminoso y mucho más agobiante… Sólo entonces me di cuenta de la intimidad que puede proporcionar el estrecho pasillo que separa una cama de otra cama, si ésa es sólo para ti y para tu hijo. Cuando más tarde llegamos al cuarto (éste sí que individual), de la muchacha enferma de tuberculosis, la encontramos acostada en el suelo, sobre unos cartones… Le pregunté por qué estaba allí, si tenía una cama, y me dijo que porque estaba más cómoda en el suelo, que es a lo que estaba acostumbrada.
No se puede generalizar en base a un solo dato y menos si no se es especialista en nada… pero me pregunto si aparte de ser ésta una anécdota para contar no debería hacernos pensar hasta qué punto es mejor exportar  nuestros modelos que ayudar a la evolución y el desarrollo de los países a los que pretendamos ayudar.
Niños del colegio de Nkontrodo
De Asikuma viajé por carretera hasta Elmina. Las carreteras de Ghana son bastante buenas en general, por lo que yo he podido ver (siempre es arriesgado opinar de esta manera cuando se ha estado tan poco tiempo y apenas se ha conocido parte del país, aunque se haya recorrido de punta a punta). Muchas veces transcurren por medio de la selva… pero, no nos engañemos, no es lo mismo atravesarla en coche por una carretera asfaltada y con arcenes que por una senda en la que haya que ir abriéndose paso, machete en mano. Uno ve paisajes que lo llaman a la aventura y atraviesa poblados en los que le gustaría pararse a conocer… y apenas si le da tiempo a hacer una foto a través de la ventanilla, una foto que, en el mejor de los casos (si no sale movida), será sólo una imagen quieta en la que apenas se vislumbre la vida que bullía al pasar, y no puedan ni imaginarse los  sonidos y los olores que nos llegaban desde el otro lado del cristal.
Elmina es una ciudad junto al mar, de alguna manera algo turística (es el único lugar en el que vi hombres blancos, fuera de la capital), por sus playas buenas para el surf y porque a los occidentales nos gusta ir a visitar esos castillos que ya he mencionado, en los que a los esclavos, todavía sin amo, se les encerraba en sótanos inmundos, a las mujeres se las violaba y a los enfermos se les arrojaba al mar, porque ya eran mercancía estropeada… Nos gusta escandalizarnos y compadecernos, sabiendo que no fuimos  nosotros, que fueron los holandeses, o los ingleses o, en el peor de los casos, nuestros antepasados; pero nunca nosotros. La historia del siglo XXI aún no está escrita y, sin embargo, allí mismo, en la ciudad de Elmina también pude conocer un centro vocacional, que no era un centro religioso, como a mí me hacía pensar ese adjetivo, sino una especie de centro de formación profesional en el que a las niñas se les enseña un oficio (modista o cocinera), para que tengan la posibilidad de escapar de la prostitución. En Ghana se puede conseguir una muchacha a cambio de una “cocacola”. No sé si es demasiado duro como para decirlo así de claro… pero es que parece que viene a cuento con lo que estábamos diciendo de los esclavos. Y viene a cuento con lo que les estaba contando de los dispensarios, los centros nutricionales, el hospital… Porque luchar contra la prostitución también es luchar por la sanidad, por la salud de esas mujeres, de esas chiquillas que miraban a mi cámara con ojos de niña.


Y, para poner punto final a este relato, hablemos de algo que siempre resulta más agradable, como son los niños: El último de los proyectos que visité fue, precisamente, el colegio de Nkontrodo, que da educación y alimentación sana a unos quinientos niños de los poblados cercanos. Como estuve allí los primeros días de este curso, compartí su comida, visité sus aulas y los vi preparar las felicitaciones de Navidad que ahora estarán llegando a las casas de sus padrinos españoles, mientras yo escribo y mis recuerdos me llevan de nuevo a África, ese continente negro que tanto se parece a África.


Premio "Cuaderno de Viaje" del 
III Certamen Literario de Montserrat (2018)