¿CUÁNTO VALE UNA HORCA?
-¿Cuánto vale una horca?
Me volví asombrado hacia el niño
que acababa de hacer la pregunta. Apenas tendría ocho o nueve años; quizás
diez, pero era muy menudo y aún parecía más insignificante con aquellos
pantaloncitos cortos, tan poco usuales, tan pasados de moda como sus cabellos
peinados con brillantina y, en los ojos, una mirada triste de foto de
posguerra.
Creo que tartamudeé al decirle el
precio, todavía en pesetas, porque estábamos en el año 1998, en septiembre de
1998. Luego lo vi marchar, preguntándome para qué podría querer una horca aquel
muchachito que parecía sacado de una película en blanco y negro y que, ante mis
ojos, era zambullido por una muchedumbre que se apresuraba a buscar sitio entre
las casetas cercanas, que ofrecían cerveza fría con la que refrescarse, gambas
cocidas para hacerla más sabrosa, miguelitos de La Roda y chocolate de Tarazona
para los golosos, sidra asturiana, queso de Villarrobledo y, sobre todo,
bocadillos de chorizo o jamón con auténtico pan de pueblo, para recuperar fuerzas,
hacer frente al resto del día y entrar con buen pie en la noche de la feria
albaceteña.
Posiblemente fue la única persona
que se interesó por nuestros aperos aquella tarde… Eran muchos los que se
paraban a mirar, movidos por la curiosidad, al tropezarse con aquellos
artilugios tan poco usuales; pero no tantos los que se animaban a tomarlos en
sus manos, tocarlos, hacer comentarios a los hijos, que quizás los veían por
primera vez y, mucho menos aún, los que se decidían a comprar alguno, no para
aventar la paja o rastrillar el grano sino, supongo, para colocarlos en
cualquier rincón como elemento decorativo… Así que difícilmente hubiera podido
imaginar que aquel niño volvería a interesarse de nuevo cada año, cada segundo
sábado de septiembre y siempre sobre la misma hora de la tarde.
Yo, por mi parte y desde muy
pequeño, después de cada verano esperaba con impaciencia y alegría la llegada
de la Feria de Albacete… Ahora, me empeño cada año en llevar a mis hijos, que
se aburren soberanamente en cuanto agotan el cupo de atracciones a las que les
permito subir, entiendo aquella ilusión infantil por lo extraordinario, por lo
novedoso que para nosotros, los niños de aquella época, suponía… pero no
termino de comprender qué motivos llevaban a mis padres y abuelos a volver año
tras año con su carga de horcas y garrotes, de astiles para picos y azadas,
rastrillos y demás utensilios del campo hechos con brotes de los almeces de
nuestra tierra; porque nosotros, aunque yo nunca haya vivido allí, somos de
Jarafuel, pueblo más manchego que valenciano, en el centro mismo del Valle de
Ayora, pueblo de ricas huertas que riegan el río Júcar y los innumerables
manantiales que nacen en los feraces montes que nos rodean, De los arbustos que
sujetan las tierras en las terrazas que sembramos, se saca la preciada madera
que, una vez cocida y torneada, ha hecho famosas las herramientas que aún se
fabrican, tan conocidas y valoradas como la miel de nuestras abejas o los
melocotones, el aceite y las almendras de nuestros secanos.
Mis abuelos siempre se dedicaron
a este negocio y de él vivieron hasta su jubilación. A base de cocer ramas de almez, cocerlas, trabajarlas
y luego venderlas por ferias y mercados, criaron a tres hijas, de las que mi
madre fue la mediana… Luego la ocupación familiar ya no fue más que un
pasatiempo para mi abuelo y para mi tío Luis, el mayor de sus yernos, que le
ayudaba en un capricho que costaba más de lo que daba… Por eso, cuando fui
mayor y consciente de que no se vendía ni un palo de escoba (y nunca mejor
dicho lo de palo), quise saber el porqué de aquel empecinamiento en volver cada
año a la Feria de Albacete. No encontré ningún motivo, sólo había una razón:
que siempre lo habían hecho y lo seguirían haciendo mientras ellos vivieran.
Cuando se murió mi abuelo y la
familia se planteó no volver más, fui yo quien decidió apoyar a mi tío para que
siguiéramos yendo en nombre de todos; así empezamos a hacerlo los dos solos, mi
tío y yo. Los demás venían algún día, lo pasaban entero en la feria, comían y
cenaban con nosotros en el puesto, mis hermanos y primos más pequeños jugaban a
que vendían y se afanaban por despachar atentamente a quienes, llevados más por
la curiosidad que por el deseo de comprar, preguntaban algún precio; luego, ya
de madrugada, cuando se cerraban las casetas y echábamos la lona que cerraba la
nuestra, ellos se marchaban y nosotros dos nos quedábamos a dormir allí,
rodeados de todos aquellos bártulos que, más que traerme el recuerdo, me
transportaban de nuevo a la niñez, al taller de mi abuelo, a mis pantalones
cortos, a los juegos con mis hermanos, a
los baños en las balsas, las ranas, los grillos, las cenas de bocadillo en la
calle, las largas tertulias a la fresca de una noche estrellada.
La primera aparición del niño que
quería comprar una horca había sido también el primer año que me quedé a
vender. Al siguiente, en el mismo segundo sábado de septiembre, volvió a
presentarse ante mí. Venía igual de serio, de formal; muy vestido de domingo,
con una corbatita sobre la pechera de la camisa inmaculadamente blanca, y con
unas enormes ojeras que hacían más triste sus ojos grises. No corría ni
saltaba, no alborotaba como otros niños que, escapados de las manos de sus
padres, se metían entre los puestos tocándolo todo... pero tampoco había nadie
que pudiera decirle que se estuviera quieto pues, como el año anterior, de
nuevo venía completamente solo y de nuevo se fue derecho hasta el montón de las
horcas, las miró largo rato sin atreverse a tocarlas, luego las acarició
despacio, las sopesó y por fin, tomando una en sus manos, se decidió a
preguntar:
-¿Cuánto vale una horca?
Repetí el precio del año
anterior, todavía en pesetas… Y él, como en aquella ocasión, la dejó
cuidadosamente y se fue. Me hubiera gustado que me regateara, que me hiciese
una contra-oferta, que me dieses pie a dejársela llevar por el precio que
fuera, cualquier motivo para preguntarle para qué la quería… Pero se perdió
entre la turba de gente que se iba en busca de los langostinos y las botas de
vino, de las morcillas y los chorizos, de la noria y los caballitos, de las
navajas típicas y las pelotas de goma, del tren de la bruja y la tómbola de
caridad.
Cuando tres meses después,
víspera de las navidades de aquel último año del siglo, llegamos a Jarafuel, vi
con sorpresa las horcas pequeñitas que mi tío hacía hecho. Las tenía
amontonadas al tuntún y las estaba oscureciendo con nogalina, a la vez que les
colocaba pequeños pomitos para convertirlas en perchas, en mini-perchas como
las que últimamente, con forma de garrote, se vendían para colgar las llaves.
-Son horribles –me confesó él
mismo, cuando se percató de la cara de estupefacción con la que lo miraba
trabajar.
Y era verdad. Eran realmente
espantosas, esperpénticas con aquel manojo de dedos retorcidos a uno de los
lados.
-Me las han encargado en una
empresa –se explicó-, para regalarlas esta Navidad, junto a melocotones de
Jalance, aceite de Teresa y miel de Ayora… Quieren ser originales y hacer la
cesta con productos de la zona.
-Pues se van a lucir –murmuré cogiendo
uno de aquellos pequeños engendros y mirándolo detenidamente, como si me
costara creer en su propia existencia.
Pero en el fondo estaba encantado
y ya había decidido que una de aquellas horcas se iba a quedar sin adornos, sin
dibujos de nogalina, sin pomitos… la iba a conservar tal y como estaba hasta la
feria del año siguiente.
… Y así me la traje conmigo. Por
si acaso, sólo por si acaso el niño volvía también este año en el que los
precios ya son en euros y nuevas atracciones, más modernas que nunca, rugen a
mis espaldas, compitiendo con la música de los grupos de rock que empiezan sus
conciertos en las carpas cercanas, con lo olés y pasodobles que llegan lejanos desde la plaza
de toros, con las charangas que recorren el redondel… Y sí, de nuevo, como cada
año, en medio de un multitud abotargada por la digestión de los gazpachos, el
sopor de la siesta y los vapores del vino tinto de la tierra, aparece él, por
primera vez con pantalones largos, pero con la misma tristeza de siempre, con
la misma soledad reflejada en el rostro, con el mismo miedo asomado a sus ojos.
Le dejo hurgar sin precipitarme a ofrecerle la sorpresa que le tengo preparada.
Y él repite todos los movimientos de los años anteriores, con el mismo cuidado
y el mismo interés que si fuera la primera vez que se para en nuestro puesto,
la primera vez que ve estos aperos, la primera vez que observa, sopesa, compara
y por fin, escogiendo una, pregunta:
-Vale tres euros… quinientas
pelas de las de antes –le digo-. Pero mira, tengo esto para ti por sólo cincuenta
céntimos. Yo, mientas se lo digo, he sacado la horca pequeñita de detrás del
mostrador. Se la enseño, pero él la mira sin interés.
-No quiero una horca de juguete.
Quiero una de verdad. Toma.
Y al decirlo me tiende tres
monedas relucientes, todavía nuevas, que ha llevado todo el tiempo apretadas en
la mano.
Se las tomo, estupefacto, y
apenas me atrevo a murmurar mi pregunta:
-¿Y para qué la quieres?
-Es para quemarla.
La coge, da media vuelta y se
pierde entre el mismo gentío de siempre, entre la marabunta de los devoradores
de gambas cocidas y de bocadillos de embutido, de sidra y chocolate, relojes de
latón y navajas típicas, pelotas de goma y molinillos de viento, cuyas
vertiginosas aspas de papel charol no alcanzan a tapar los cuatro pinchos de la
horca que sobresale sobre todas las cabezas.
-Está loco, no le haga caso.
Me lo dice un hombrecillo que,
por lo visto, ha sido testigo de la venta.
-¿Lo conoce?
-Claro que lo conozco. Aquí todo
el mundo lo conoce. Es el hijo de Juan, el camionero, y se trastornó cuando lo
de su padre.
No sé cómo preguntar, pero mi
mirada debe de hacerlo por mí, ya que el hombre se apresura a explicarse:
-Su padre tuvo un accidente de
camión en Turquía.
-¿Se mató?
-No, atropelló a un niño. Y allí
no se andan con tonterías: tal y como lo cogieron, en la misma plaza del
pueblo, lo ahorcaron.
Accésit en el XXIX Certamen Literario Bustar Viejo, de Madrid (2005). Publicado en Internet por los patrocinadores del premio.
Publicado en Historias de Gente sin Historia (Editorial Acumán, 2006)