martes, 11 de diciembre de 2018

CRISTALES SUCIOS

I

            La ventana estaba sucia. Y no era sólo el vaho, sino también el polvo acumulado con el paso de los días y una mancha de aceite que le parecía recordar desde siempre.
            Estaban allí, frente a la ventana, desde hacía mucho rato, tal vez una hora. Ella, la madre, tenía en la vista una triste mirada clavada en la lejanía de la pared de enfrente: el sucio garaje de una empresa de transportes por carretera, la tapia mugrienta de humos de camión, pintada una y cien veces con las reivindicaciones de cada huelga, constantemente empapelada en las distintas elecciones. En cada uno de sus brazos la mujer soportaba un niño. El más pequeño de los dos lloraba; lo estaba haciendo a gritos casi desde el principio, desde que ella los había aupado para que no anduvieran enredando mientras miraba.
            Las otras ventanas también estaban polvorientas. Hacía mucho tiempo que nadie les pasaba un paño. Ella nunca había tenido ganas de hacerlo. Le hastiaba limpiar la casa siempre sucia, ordenar cosas que, en segundos, volverían a estar desordenadas. El hastío era algo más hondo, más duro y amargo que la simple apatía.
            Primero, antes de dejar de quitar el polvo y de ordenar los armarios, había olvidado el maquillaje, los vestidos bonitos, la ropa interior provocativa y, aún antes, casi al principio, había relegado al olvido sus sueños, las inconfesadas ilusiones, el deseo y el gusto de sentirse mujer...
Todo había ocurrido sin que ella misma se diera cuenta, ni al principio en el pueblo donde era igual para todo el mundo, ni después en la ciudad donde al llegar encontró gentes diferentes, modos de vivir distintos que, sin embargo a ella no le habían servido; así es que allí estaba, tras la sucia ventana, con sus dos últimos hijos en brazos, frutos todavía de aquellas largas y angustiosas noches en las que -como dijera el poeta del que ella nunca había oído hablar- “sintió el asco de su carne al notar la carne que la cubría, los labios que hozaban sobre los suyos, las manos que -autorizadas por la ley- recorrían su espalda y sus pechos, sin que pudiese rebelarse ...”
            Ahora que él había muerto, ya no tendría que sentir más aquella carne blanda y velluda sobre la suya, ni aquella boca repugnante desdentada, con sabor a vino agrio y coñac de garrafa, sobre sus labios... Mas la suciedad del cristal le devolvía el reflejo de un rostro que, de tan arrugado, ya no reconocía como suyo, una mirada vacía, el bulto fofo bajo el vestido de unos pechos caídos, las formas perdidas de un cuerpo ajado. Si estaba triste no era porque él hubiera desaparecido, sino por todo lo que -borrachera tras borrachera y noche tras noche- se había ido llevando, a cambio de aquellos hijos sucios, tristes y llorosos que también, salvo los que tenía en sus brazos, se habían marchado.
            Se sentía sola y vieja, se sabía marchita. Le quedaban dos hijos a los que nunca querría, no quería a los que se hallaban lejos, alguno de ellos ajando ya mujeres que se le entregaron llenas de ilusión, de sueños y deseos, como en círculos sin principio ni final en los que constantemente se repitieran las mismas miserias.
            La mujer cerró lentamente la contraventana y, como siempre, desde la calle la casa pareció vacía y deshabitada.
                       

-O-



            Eso había sido en los primeros días, cuando al entierro aún estaba reciente y en su mente seguía vivo el olor a cera, a iglesia, a la tierra mojada del cementerio. Luego la hierba creció sobre la fosa compartida por el hombre y tres desconocidos y la vida siguió igual durante muchos días, durante tantos que llegó incluso a olvidar el asco y los rencores que la empujaban a mirar por la ventana y dejó de ver la tapia y las pintadas. Con el tiempo recordaría aquéllos como días grises, monótonos, siempre nublados, aunque no lloviera, aunque a veces -seguramente- saliese el sol. Los niños crecían olvidados por los rincones, perdidos en la penumbra de habitaciones siempre sucias, junto a la mesa que nadie quita en la que se acumulaban los platos de la frugal comida junto a los tazones del desayuno, el pan duro del día anterior junto a los raspas de la cena.
            De tarde en tarde salía a la calle y vagaba por la ciudad hasta sentirse perdida. Le parecía enormemente grande acostumbrada como estaba a vivir en el pueblo; y le parecía llena de vida con tantos carteles luminosos, tanto pitido de coche, aquel constante rumor que se volvía vociferío en las manifestaciones de cada primavera, las largas colas en las puertas de los cines, en las paradas del autobús... Le era fácil perderse sobre el asfalto; a veces, entre la gente que le hacía girar dentro de los grandes almacenes, en la espera de un semáforo en rojo, en la plataforma del autobús que, entrada la noche, la devolvía a casa, recordaba el pueblo, los cantos de  los pájaros, el martilleo del herrero sobre el yunque, el rumor de la acequia, el tañido de las campanas, el olor de la madera recién aserrada al pasar frente a la carpintería, del pan recién cocido en la tahona... y se recordaba a sí misma con dieciocho años, el baile de San Isidro, las primeras escapadas con él para hacer el amor a escondidas en el campo, sobre los ababoles entre el trigo verde, cuando su boca aún no tenían el sabor del vino agrio y sus manos eran suaves sobre su pecho, firme todavía.

           
                       -O-


            Un día, del mismo modo que habían acaecido el resto de los hechos de su vida, sin que ella entendiera qué estaba pasando, sin que pusiera nada de su parte o de su voluntad, como si ciertamente todo lo que ha de ocurrirnos estuviera escrito en las estrellas, se dio cuenta de que había salido el sol, de que un rayo de luz se filtraba por su ventana y, cargado de minúsculas partículas de polvo, llegaba hasta la cama; por encima del rumor de los coches se oía trinar un pájaro. Se levantó, se lavó con agua fría y luego, sentada ante el espejo, con la ventana abierta de par en par, se estuvo peinando los cabello largo rato, pasándose una y otra vez el peine con lentitud, con un ritmo mecánico que le ayudaba a pensar, a tratar de reconocerse en la imagen que el cristal azogado le devolvía de sí. “Esa no soy yo”, pensó. Luego se echó a llorar.
            Cuando volvió a darse cuenta de que el sol entraba por la ventana, se lavó los ojos y salió a la calle para seguir andando sin rumbo. Los niños continuaban durmiendo. Cuando se despertaran, como tantas mañanas, el mayor prepararía la leche para el pequeño y luego se sentarían ante el televisor. Vagando llegó hasta aquella pequeña plaza por la que tantas otras veces había pasado sin detenerse pues, a pesar del surtidor del centro y los cuatro bancos que lo rodeaban, al pie de otros tantos castaños, los coches aparcados sobre las aceras la hacían intransitable.
Pero aquella mañana estaba él allí, sentado en el único asiento al que llegaban directamente los rayos de luz con su calor. Lo reconoció enseguida, pese a que el paso de los años y del tiempo también le habían dejado sus huellas. Titubeó antes de acercarse... En un cristal, tan sucio como el suyo, volvió a mirarse. “Estoy vieja”, pensó; pero se alisó el pelo con las palmas de la mano y se le acercó.
            Por empezar de alguna manera, le preguntó por el pueblo.
            - ¿ No eres de allí ?.
            - Sí -contestó él, sin reconocerla.
            - ¿ No te acuerdas de mi ?.
            - Perdona... pero en estos momentos.
            - Soy...

            ¡ Claro que la recordaba ! ¿Cómo podía no haberla reconocido? Los ojos se les nublaron y ambos se vieron borrosos. Con la vista empañada les era más fácil verse como antes, como cuando sólo tenían quince años.

            - ¿Recuerdas aquel día que...?
            - Sí.

            Y se sentó a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo... Como aquella vez, cuando ella miraba a tierra con las mejillas encendidas y él la cogió por los hombros para echarla hacia atrás y besarla con el que fuera para los dos, primer beso de amor.
            Él se marchó poco después del pueblo. Había vuelto una sola vez.



II 


            Sólo una vez había vuelto al pueblo. Había sido justamente en esos días en los que tenía que dejar de creer en los milagros, ser arrastrado por la fuerza de lo establecido y quedar sólo, para siempre, como una pieza más del engranaje que mueve al mundo. Fue durante una de sus primeras vacaciones en la oficina de la fábrica. Acababa de comparar su primer coche pero, al regresar después de tantos años, no quiso entrar con él en el pueblo, sino que lo dejó en la gasolinera y anduvo por el camino del río, bordeando las casas para entrar por detrás del cementerio. Mayo, que estaba próximo, se anunciaba con rojas amapolas y silvestres margaritas; durante la noche había llovido varias veces y el campo olía a mojado; él se quedó un rato contemplando el agua turbia del río a su paso por entre las ruinas del antiguo puente de piedra; entonces rompió a llover y Enrique se refugió en una chopera cercana. Era una lluvia fina que se quedaba quieta en las hojas verdes y grises de los álamos pero que se oía caer sobre los árboles y el río. Cuando escampó continuó el camino hacia el pueblo, dejando a sus espaldas el arco iris y llevando consigo la sensación de haberse encontrado con la libertad. El cementerio quedó a un lado. Al llegar a las eras una jauría de perros vagabundos le salió al paso con ladridos; uno de ellos, el más pequeño y flaco, lo hizo tan desaforadamente que casi quedó roncó.... y aún lo siguió hasta la entrada del pueblo, cuando los demás ya se habían quedado callados; él, sin embargo, le silbó cariñosamente y el chucho se quedó desconcertado: nadie le había hecho caso nunca antes.

            Al llegar a las primeras casas, una mujer se asomó a la ventana para verlo pasar y un viejo que, cayada en mano, se había sentado en el poyo de su puerta, se le quedó mirando fijamente mientras él se encaminaba hacia el centro del pueblo, a medias guiado por el recuerdo de aquellas calles, a medias por el tañido de una campana que tocaba a muerto. En los ojos de la mujer y del viejo quedó el reflejo de una inquietud vaga y lejana, del desasosiego que sembraba en sus almas la presencia de un forastero, de un extraño al que no recordaban haber visto nunca antes y del que nada sabían, de alguien que venía a quebrantar de alguna manera su entorno cotidiano, la rutina de cada día, el orden de un pueblo cuya estampa manchega sólo era ensombrecida por alguna nube que, persistente, oscurecía el blanco de las enjalbegadas paredes y hacía más desapacible el frío de la primavera.
            A medida que se acercaba a la iglesia las calles se hacían más anchas y en sus blancas fachadas aparecían grandes portalones, trabajadas rejas, escalones que, ante las puertas de las casas, daban majestuosidad a sus antiguos moradores. Un camión pasó anunciando la venta de ropas, pregonando la gran liquidación de productos directamente venidos de fábrica, con tan poco entusiasmo que sonaba a rosario rezado por megáfono. Dos viejas se acercaron, pero no compraron nada porque no tenían dinero.
            Una vez en la plaza entró en el bar. Una mujer, que debía de haber sido hermosa, le preparó un café mientras dos niños -sus hijos- terminaban de beberse la leche en el mostrador y lo contemplaban. También él los miraba... Cuando el mayor salió corriendo, porque decía que ya era la hora, la madre le gritó que esperara a su hermano, pero el niño no le hizo caso; el pequeño siguió resistiéndose a  tomar el desayuno hasta que la mujer lo dejó marchar.

            - ¡ Enséñate a hacer números y a leer !    -le chilló, cuando el niño ya desaparecía en la luz de la calle.
            Después, el bar se quedó en silencio. Él, arrastrado por las palabras que acababa de oír, evocó momentos en los que había escuchado otras parecidas, también ante un tazón con sopas de leche... pues también él había ido a la misma escuela que esos niños, tal vez se había sentado ante el mismo pupitre de madera gastada por el paso del tiempo y escuchando la misma voz cascada de un maestro que le llamaba la atención, porque andaba siempre con los ojos en el cristal de la ventana, soñando qué mundos podría haber más allá de donde le alcanzaba la vista... Y recordó entonces aquellos otros ojos verdes que lo miraban siempre en silencio, desde una carita blanca y delgada: ojos que durante años volvió a encontrar en los sueños, siempre silenciosamente fijos en él, siempre tan tristes como cuando eran los de una niña que no sabía sonreír. Todos decían que se iba a morir, y sólo él soñaba con salvarla para llevarla a ver esos mundos de más allá del horizonte.
            Las campanas de la torre comenzaron a dar el tercer toque y la mujer del bar se disculpó porque tenía que marcharse.

            - Me voy al muerto, pero vuelvo enseguida.
           - También yo tengo prisa -mintió él, mientras se apresuraba a pagarle.
            - Puede quedarse aquí, si quiere -insistió ella.
            - Gracias, pero voy a salir.
            - ¿Está buscando a alguien?
            - No, he parado sólo para dar una vuelta.

            Habían salido juntos hasta la acera. La mujer puso un candado entre las dos hojas de la puerta y él, que la vio marcharse desde el umbral, volvió a pensar que debía de haber sido muy hermosa.
            No se había atrevido a preguntarle si aquella niña ya había muerto, porque temía que así hubiera sido y que, sabiéndolo, ya ni siquiera en los sueños pudiera volver a ver sus ojos.
            De nuevo anduvo lentamente, disfrutando no sólo del ir sin prisa, sino también del hacerlo sin rumbo, sumido en sus propios pensamientos y parándose a contemplar cualquier pequeño detalle, como una rueda de carro apoyada sobre una tapia, unas prendas de ropa tendidas al sol, el llamador de bronce de una puerta, el color de una pared... A lo lejos, como una aparición venida del pasado, vio desfilar el entierro: un breve cortejo de hombres con la boina en la mano y mujeres con velo negro, tras la caja de madera y una cruz de hierro en las manos de un niño que, vestido de monaguillo, arrastraba una pierna al andar.
            ... Y fue cuando ya regresaba al coche, cuando ya de vuelta pasaba ante una de las últimas casas, junto a las eras, que ella salió con una zafa en la manos y se quedó parada al verlo. Un perro, que desde la puerta había empezado a ladrarle, se quedó callado mientras ella se acercaba sólo unos pasos y, en silencio, lo miraba con esos mismos tristes ojos verdes del pasado y de los sueños. Una voz agria de hombre la llamó desde dentro y ella se volvió sin decir nada, tiró el agua en el suelo y entró en la casa con la zafa vacía. El perro lo siguió mansamente un buen trecho. Luego empezó a llover de nuevo.


  
III


            - Ha pasado mucho tiempo.
            - Mucho.
            - Ya vi que te casaste con aquel.
            - Sí... ¿ Y tú ?
            - Yo me quedé soltero, ya ves.
            - ¡Vaya!
            - Bueno, quizás ha sido mejor así... ¿Qué tal te va a ti?
            - Ha muerto hace unos meses.
            - Lo siento.
            - ¡Bah, no creas que mereció la pena!

            Luego se quedaron en silencio. Ella pensaba que al principio lo había recordado mucho, que había esperado con locura el momento del encuentro. Pero, pasados tantos años, no sabía qué decir.

            - Te sentirás muy sólo -rompió por fin.
            - No creas. A todo se acostumbra uno.
            - Ya, pero...
            - ¿Tú tienes familia?.
            - Varios hijos... pero sólo viven en casa los dos más pequeños.
            - Yo me hospedo ahí, en una pensión -y señaló un destartalado edificio, con las paredes desconchadas.
            - ¿Y trabajas?
            - No, ya no... Los últimos años estuve en una fábrica pero me han dado la jubilación anticipada. Ya sabes eso de la reducción de plantillas.
            - Está mal la cosa.
            - Bueno, según para quién. De todos modos yo no me quejo... Nunca me gustó trabajar y ahora me pagan por tomar el sol, por leer.
            Y le enseñó un libro doblado sobre su lomo.
            - Quién lo hubiera dicho, ¿eh?
            Y ella sonrió. Era la primera vez que, en mucho tiempo, una sonrisa nacía espontáneamente en sus labios.
            - Sí, el mundo da muchas vueltas.
            Luego se pusieron a evocar a aquel lejano pasado en común como si aquellos primeros  años de adolescentes hubieran sido lo único importante.
            - Me tengo que marchar -dijo ella por fin, levantándose de banco-. Hará rato que los niños se han despertado.
            - ¡Vaya! -volvió a exclamar él, de nuevo con la cabeza gacha y la mirada fija en los pies.
            - ¡Me hubiera gustado decirte tantas cosas!
            - Ya...
            Se estrecharon las manos y ella, antes de soltarse, añadió:
            - De todos modos, podemos vernos algún otro día.
            - Sí, claro, además, me gustaría ver a tus hijos.
            - Bueno, pero primero tendré que lavarlos.
            El rió.
            - Vengo aquí todas las mañanas que hace bueno.
            - Pues vendré a verte.
            Ella le dio la espalda y echó a andar.
            - ¡Adiós, Victoria!
            Se volvió.
            - ¡Adiós, Enrique!


IV


            Enrique aún trató de leer un rato antes de volver a la pensión. No lo consiguió porque estaba demasiado exaltado para concentrarse en la lectura, en las aventuras galantes de aquel viejo con inocentes novicias, con incestuosas princesas mexicanas, con antiguas amigas moribundas. Pero tampoco le apetecía volver a subir los gastados escalones que llevaban de la calle a la puerta de su residencia, de adentrarse en el pasillo oscuro decorado con papel que imitaba el terciopelo granate y que conservaba un olor perenne a coliflor hervida, aunque fuesen alubias las que se estaban guisando en la olla a prensión de la cocina. El suyo era un cuarto angosto de techo alto al que entraba la luz desde un ventanuco tan elevado que no podía abrirse; la única ventilación posible era a través del pasillo, así es que la alcoba tenía el mismo olor a comida  impregnando en los muebles: la mesita de noche, el armario de luna, una mesa camilla con un flexo y un brasero, una silla y la cama con el somier hundido en el centro.
            Pese a todo ello, aquella noche, cuando se acostó volvió a sentirse presa de una agitación que ya creía olvidada para siempre. Había habido un tiempo en su vida en el que fueron muchas las mañanas en las que, cuando  despertó, se dijo a sí mismo que tal vez se encontraba ante un día importante y que, cuando la noche llegara, habría ocurrido algo que ya nunca olvidaría; sin embargo, fueron pocas las veces que se acostó sin sueño, con un presuroso latir en el corazón, con la certeza de que la primavera es una promesa que siempre se cumple. Fue un tiempo en el que todavía creía posible los milagros, aunque ya había dejado de ser un niño de uniforme azul y cartera colgada en la espalda camino de un colegio de monjas, y la rutina de una vida ordenada le iba apagando las inquietudes del espíritu, que lentamente se hacía tan gris como sus primeros trajes.
Había entonces despertares en los que, habiendo recobrado en sueños nítidos recuerdos de cualquier mañana de mercado: bulliciosos vendedores ambulantes de ropas y cacharros, de loza y libros usados, de cintas para el pelo y medicinales hierbas; renacían en él anhelos de vagabundo, afanes errantes escondidos en su corazón desde un día de otoño llegaran a su pueblo los húngaros, con un oso atado bajo el carro y una gitana con bañador sobre los pantalones de pana a la que nunca pudo olvidar. Lo que más temía entonces era acabar integrándose en el sistema en que había empezado a absolverlo: hacer carrera en la empresa, acabar dirigiendo uno de los departamentos, con esposa oficial y una amiga distinta cada dos o tres años, escuchando a Vivaldi en un equipo comprado en grandes almacenes, leyendo el último libro de moda con un vaso de wisqui con soda en la mano y resignándose al pensar que así es la vida, que la aventura es un viaje programado por el Nilo abonado con tarjeta de crédito en la agencia, o una escapada a París en Talgo, para hacer el amor pagándole a una putita adolescente. Nunca se le ocurrió pensar que pudiese haber algo más triste, que el futuro tuviera en la puerta un cartel rezando: “viajeros estables y de paso”, que lo extraordinario fuese llegarse alguna mañana de domingo hasta el rastro para comprar un libro, no precisamente de moda, o una revista cuyas fotos le hicieran de pareja, que el ligue no fuese una niña, sino una mujer mayor que él, a quien se le pagaba no por hacer el amor sino por charlar un rato.
            Mas aquella noche había de ser todo distinto. El encuentro con Victoria le hizo recobrar recuerdos muy lejanos y, dando vueltas en la cama, pese a los chirridos del somier de muelles, llegó hasta su misma infancia, hasta aquel día, perdido en el tiempo, en que un mago llegara al colegio y, ante sus propios ojos, no sólo convirtiera el agua en vino o cambiara de colores de un plumero, sino que incluso consiguió escribir su propio nombre, Enrique, en una pizarra, sin tocarla con las manos y pese a que él mismo la sujetaba
fuertemente contra el pecho en el que el corazón le palpitaba inquieto, tan inquieto como en esa noche de insomnio.
                       
                       -O-


            Anduvo rápida, sin detenerse ante ningún cristal, sin ensimismarse en la espera ante los rojos semáforos. El corazón le latía con un ritmo distinto, no nuevo, pero sí olvidado.
            Cuando llegó a la casa abrió todas las ventanas de par en par. “¡Qué sucias están!”, pensó. Cogió un cubo de agua, detergente y una bayeta; empezó a limpiar y el cristal enjabonado le devolvió la imagen de una mujer que tarareaba una canción.