I
La
ventana estaba sucia. Y no era sólo el vaho, sino también el polvo acumulado
con el paso de los días y una mancha de aceite que le parecía recordar desde
siempre.
Estaban allí,
frente a la ventana, desde hacía mucho rato, tal vez una hora. Ella, la madre,
tenía en la vista una triste mirada clavada en la lejanía de la pared de
enfrente: el sucio garaje de una empresa de transportes por carretera, la tapia
mugrienta de humos de camión, pintada una y cien veces con las reivindicaciones
de cada huelga, constantemente empapelada en las distintas elecciones. En cada
uno de sus brazos la mujer soportaba un niño. El más pequeño de los dos
lloraba; lo estaba haciendo a gritos casi desde el principio, desde que ella
los había aupado para que no anduvieran enredando mientras miraba.
Las otras
ventanas también estaban polvorientas. Hacía mucho tiempo que nadie les pasaba
un paño. Ella nunca había tenido ganas de hacerlo. Le hastiaba limpiar la casa
siempre sucia, ordenar cosas que, en segundos, volverían a estar desordenadas.
El hastío era algo más hondo, más duro y amargo que la simple apatía.
Primero, antes de
dejar de quitar el polvo y de ordenar los armarios, había olvidado el
maquillaje, los vestidos bonitos, la ropa interior provocativa y, aún antes,
casi al principio, había relegado al olvido sus sueños, las inconfesadas
ilusiones, el deseo y el gusto de sentirse mujer...
Todo había ocurrido sin que ella misma se diera cuenta, ni al
principio en el pueblo donde era igual para todo el mundo, ni después en la
ciudad donde al llegar encontró gentes diferentes, modos de vivir distintos
que, sin embargo a ella no le habían servido; así es que allí estaba, tras la
sucia ventana, con sus dos últimos hijos en brazos, frutos todavía de aquellas
largas y angustiosas noches en las que -como dijera el poeta del que ella nunca
había oído hablar- “sintió el asco de su carne al notar la carne que la cubría,
los labios que hozaban sobre los suyos, las manos que -autorizadas por la ley-
recorrían su espalda y sus pechos, sin que pudiese rebelarse ...”
Ahora que él
había muerto, ya no tendría que sentir más aquella carne blanda y velluda sobre
la suya, ni aquella boca repugnante desdentada, con sabor a vino agrio y coñac
de garrafa, sobre sus labios... Mas la suciedad del cristal le devolvía el
reflejo de un rostro que, de tan arrugado, ya no reconocía como suyo, una
mirada vacía, el bulto fofo bajo el vestido de unos pechos caídos, las formas
perdidas de un cuerpo ajado. Si estaba triste no era porque él hubiera
desaparecido, sino por todo lo que -borrachera tras borrachera y noche tras
noche- se había ido llevando, a cambio de aquellos hijos sucios, tristes y
llorosos que también, salvo los que tenía en sus brazos, se habían marchado.
Se sentía sola y
vieja, se sabía marchita. Le quedaban dos hijos a los que nunca querría, no
quería a los que se hallaban lejos, alguno de ellos ajando ya mujeres que se le
entregaron llenas de ilusión, de sueños y deseos, como en círculos sin
principio ni final en los que constantemente se repitieran las mismas miserias.
La mujer cerró
lentamente la contraventana y, como siempre, desde la calle la casa pareció
vacía y deshabitada.
-O-
Eso había sido en
los primeros días, cuando al entierro aún estaba reciente y en su mente seguía
vivo el olor a cera, a iglesia, a la tierra mojada del cementerio. Luego la
hierba creció sobre la fosa compartida por el hombre y tres desconocidos y la
vida siguió igual durante muchos días, durante tantos que llegó incluso a
olvidar el asco y los rencores que la empujaban a mirar por la ventana y dejó
de ver la tapia y las pintadas. Con el tiempo recordaría aquéllos como días
grises, monótonos, siempre nublados, aunque no lloviera, aunque a veces
-seguramente- saliese el sol. Los niños crecían olvidados por los rincones,
perdidos en la penumbra de habitaciones siempre sucias, junto a la mesa que
nadie quita en la que se acumulaban los platos de la frugal comida junto a los
tazones del desayuno, el pan duro del día anterior junto a los raspas de la
cena.
De tarde en tarde
salía a la calle y vagaba por la ciudad hasta sentirse perdida. Le parecía
enormemente grande acostumbrada como estaba a vivir en el pueblo; y le parecía
llena de vida con tantos carteles luminosos, tanto pitido de coche, aquel
constante rumor que se volvía vociferío
en las manifestaciones de cada primavera, las largas colas en las puertas de
los cines, en las paradas del autobús... Le era fácil perderse sobre el
asfalto; a veces, entre la gente que le hacía girar dentro de los grandes
almacenes, en la espera de un semáforo en rojo, en la plataforma del autobús
que, entrada la noche, la devolvía a casa, recordaba el pueblo, los cantos
de los pájaros, el martilleo del herrero
sobre el yunque, el rumor de la acequia, el tañido de las campanas, el olor de
la madera recién aserrada al pasar frente a la carpintería, del pan recién
cocido en la tahona... y se recordaba a sí misma con dieciocho años, el baile
de San Isidro, las primeras escapadas con él para hacer el amor a escondidas en
el campo, sobre los ababoles entre el trigo verde, cuando su boca aún no tenían
el sabor del vino agrio y sus manos eran suaves sobre su pecho, firme todavía.
-O-
Un día, del mismo
modo que habían acaecido el resto de los hechos de su vida, sin que ella
entendiera qué estaba pasando, sin que pusiera nada de su parte o de su
voluntad, como si ciertamente todo lo que ha de ocurrirnos estuviera escrito en
las estrellas, se dio cuenta de que había salido el sol, de que un rayo de luz
se filtraba por su ventana y, cargado de minúsculas partículas de polvo,
llegaba hasta la cama; por encima del rumor de los coches se oía trinar un
pájaro. Se levantó, se lavó con agua fría y luego, sentada ante el espejo, con
la ventana abierta de par en par, se estuvo peinando los cabello largo rato,
pasándose una y otra vez el peine con lentitud, con un ritmo mecánico que le
ayudaba a pensar, a tratar de reconocerse en la imagen que el cristal azogado
le devolvía de sí. “Esa no soy yo”, pensó. Luego se echó a llorar.
Cuando volvió a
darse cuenta de que el sol entraba por la ventana, se lavó los ojos y salió a
la calle para seguir andando sin rumbo. Los niños continuaban durmiendo. Cuando
se despertaran, como tantas mañanas, el mayor prepararía la leche para el
pequeño y luego se sentarían ante el televisor. Vagando llegó hasta aquella
pequeña plaza por la que tantas otras veces había pasado sin detenerse pues, a
pesar del surtidor del centro y los cuatro bancos que lo rodeaban, al pie de
otros tantos castaños, los coches aparcados sobre las aceras la hacían
intransitable.
Pero aquella mañana estaba él allí, sentado en el
único asiento al que llegaban directamente los rayos de luz con su calor. Lo
reconoció enseguida, pese a que el paso de los años y del tiempo también le
habían dejado sus huellas. Titubeó antes de acercarse... En un cristal, tan
sucio como el suyo, volvió a mirarse. “Estoy vieja”, pensó; pero se alisó el
pelo con las palmas de la mano y se le acercó.
Por empezar de alguna
manera, le preguntó por el pueblo.
- ¿ No eres de
allí ?.
- Sí -contestó
él, sin reconocerla.
- ¿ No te
acuerdas de mi ?.
- Perdona... pero
en estos momentos.
- Soy...
¡ Claro que la
recordaba ! ¿Cómo podía no haberla reconocido? Los ojos se les nublaron y ambos
se vieron borrosos. Con la vista empañada les era más fácil verse como antes,
como cuando sólo tenían quince años.
- ¿Recuerdas
aquel día que...?
- Sí.
Y se sentó a su
lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo... Como aquella vez,
cuando ella miraba a tierra con las mejillas encendidas y él la cogió por los
hombros para echarla hacia atrás y besarla con el que fuera para los dos,
primer beso de amor.
Él se marchó poco
después del pueblo. Había vuelto una sola vez.
II
Sólo una vez
había vuelto al pueblo. Había sido justamente en esos días en los que tenía que
dejar de creer en los milagros, ser arrastrado por la fuerza de lo establecido
y quedar sólo, para siempre, como una pieza más del engranaje que mueve al
mundo. Fue durante una de sus primeras vacaciones en la oficina de la fábrica.
Acababa de comparar su primer coche pero, al regresar después de tantos años,
no quiso entrar con él en el pueblo, sino que lo dejó en la gasolinera y anduvo
por el camino del río, bordeando las casas para entrar por detrás del
cementerio. Mayo, que estaba próximo, se anunciaba con rojas amapolas y
silvestres margaritas; durante la noche había llovido varias veces y el campo
olía a mojado; él se quedó un rato contemplando el agua turbia del río a su
paso por entre las ruinas del antiguo puente de piedra; entonces rompió a
llover y Enrique se refugió en una chopera cercana. Era una lluvia fina que se
quedaba quieta en las hojas verdes y grises de los álamos pero que se oía caer
sobre los árboles y el río. Cuando escampó continuó el camino hacia el pueblo,
dejando a sus espaldas el arco iris y llevando consigo la sensación de haberse
encontrado con la libertad. El cementerio quedó a un lado. Al llegar a las eras
una jauría de perros vagabundos le salió al paso con ladridos; uno de ellos, el
más pequeño y flaco, lo hizo tan desaforadamente que casi quedó roncó.... y aún
lo siguió hasta la entrada del pueblo, cuando los demás ya se habían quedado
callados; él, sin embargo, le silbó cariñosamente y el chucho se quedó desconcertado:
nadie le había hecho caso nunca antes.
Al llegar a las
primeras casas, una mujer se asomó a la ventana para verlo pasar y un viejo
que, cayada en mano, se había sentado en el poyo de su puerta, se le quedó
mirando fijamente mientras él se encaminaba hacia el centro del pueblo, a
medias guiado por el recuerdo de aquellas calles, a medias por el tañido de una
campana que tocaba a muerto. En los ojos de la mujer y del viejo quedó el
reflejo de una inquietud vaga y lejana, del desasosiego que sembraba en sus
almas la presencia de un forastero, de un extraño al que no recordaban haber
visto nunca antes y del que nada sabían, de alguien que venía a quebrantar de
alguna manera su entorno cotidiano, la rutina de cada día, el orden de un
pueblo cuya estampa manchega sólo era ensombrecida por alguna nube que,
persistente, oscurecía el blanco de las enjalbegadas paredes y hacía más
desapacible el frío de la primavera.
A medida que se
acercaba a la iglesia las calles se hacían más anchas y en sus blancas fachadas
aparecían grandes portalones, trabajadas rejas, escalones que, ante las puertas
de las casas, daban majestuosidad a sus antiguos moradores. Un camión pasó
anunciando la venta de ropas, pregonando la gran liquidación de productos
directamente venidos de fábrica, con tan poco entusiasmo que sonaba a rosario
rezado por megáfono. Dos viejas se acercaron, pero no compraron nada porque no
tenían dinero.
Una vez en la
plaza entró en el bar. Una mujer, que debía de haber sido hermosa, le preparó
un café mientras dos niños -sus hijos- terminaban de beberse la leche en el
mostrador y lo contemplaban. También él los miraba... Cuando el mayor salió
corriendo, porque decía que ya era la hora, la madre le gritó que esperara a su
hermano, pero el niño no le hizo caso; el pequeño siguió resistiéndose a tomar el desayuno hasta que la mujer lo dejó
marchar.
- ¡ Enséñate a
hacer números y a leer ! -le chilló,
cuando el niño ya desaparecía en la luz de la calle.
Después, el bar
se quedó en silencio. Él, arrastrado por las palabras que acababa de oír, evocó
momentos en los que había escuchado otras parecidas, también ante un tazón con
sopas de leche... pues también él había ido a la misma escuela que esos niños,
tal vez se había sentado ante el mismo pupitre de madera gastada por el paso
del tiempo y escuchando la misma voz cascada de un maestro que le llamaba la
atención, porque andaba siempre con los ojos en el cristal de la ventana,
soñando qué mundos podría haber más allá de donde le alcanzaba la vista... Y
recordó entonces aquellos otros ojos verdes que lo miraban siempre en silencio,
desde una carita blanca y delgada: ojos que durante años volvió a encontrar en
los sueños, siempre silenciosamente fijos en él, siempre tan tristes como cuando
eran los de una niña que no sabía sonreír. Todos decían que se iba a morir, y
sólo él soñaba con salvarla para llevarla a ver esos mundos de más allá del
horizonte.
Las campanas de
la torre comenzaron a dar el tercer toque y la mujer del bar se disculpó porque
tenía que marcharse.
- Me voy al
muerto, pero vuelvo enseguida.
- También yo
tengo prisa -mintió él, mientras se apresuraba a pagarle.
- Puede quedarse
aquí, si quiere -insistió ella.
- Gracias, pero
voy a salir.
- ¿Está buscando
a alguien?
- No, he parado
sólo para dar una vuelta.
Habían salido
juntos hasta la acera. La mujer puso un candado entre las dos hojas de la
puerta y él, que la vio marcharse desde el umbral, volvió a pensar que debía de
haber sido muy hermosa.
No se había
atrevido a preguntarle si aquella niña ya había muerto, porque temía que así
hubiera sido y que, sabiéndolo, ya ni siquiera en los sueños pudiera volver a
ver sus ojos.
De nuevo anduvo
lentamente, disfrutando no sólo del ir sin prisa, sino también del hacerlo sin
rumbo, sumido en sus propios pensamientos y parándose a contemplar cualquier
pequeño detalle, como una rueda de carro apoyada sobre una tapia, unas prendas
de ropa tendidas al sol, el llamador de bronce de una puerta, el color de una pared...
A lo lejos, como una aparición venida del pasado, vio desfilar el entierro: un
breve cortejo de hombres con la boina en la mano y mujeres con velo negro, tras
la caja de madera y una cruz de hierro en las manos de un niño que, vestido de
monaguillo, arrastraba una pierna al andar.
... Y fue cuando
ya regresaba al coche, cuando ya de vuelta pasaba ante una de las últimas
casas, junto a las eras, que ella salió con una zafa en la manos y se quedó
parada al verlo. Un perro, que desde la puerta había empezado a ladrarle, se
quedó callado mientras ella se acercaba sólo unos pasos y, en silencio, lo
miraba con esos mismos tristes ojos verdes del pasado y de los sueños. Una voz
agria de hombre la llamó desde dentro y ella se volvió sin decir nada, tiró el agua
en el suelo y entró en la casa con la zafa vacía. El perro lo siguió mansamente
un buen trecho. Luego empezó a llover de nuevo.
III
- Ha pasado mucho
tiempo.
- Mucho.
- Ya vi que te
casaste con aquel.
- Sí... ¿ Y tú ?
- Yo me quedé
soltero, ya ves.
- ¡Vaya!
- Bueno, quizás
ha sido mejor así... ¿Qué tal te va a ti?
- Ha muerto hace
unos meses.
- Lo siento.
- ¡Bah, no creas
que mereció la pena!
Luego se quedaron
en silencio. Ella pensaba que al principio lo había recordado mucho, que había
esperado con locura el momento del encuentro. Pero, pasados tantos años, no
sabía qué decir.
- Te sentirás muy
sólo -rompió por fin.
- No creas. A
todo se acostumbra uno.
- Ya, pero...
- ¿Tú tienes
familia?.
- Varios hijos...
pero sólo viven en casa los dos más pequeños.
- Yo me hospedo
ahí, en una pensión -y señaló un destartalado edificio, con las paredes
desconchadas.
- ¿Y trabajas?
- No, ya no...
Los últimos años estuve en una fábrica pero me han dado la jubilación
anticipada. Ya sabes eso de la reducción de plantillas.
- Está mal la
cosa.
- Bueno, según
para quién. De todos modos yo no me quejo... Nunca me gustó trabajar y ahora me
pagan por tomar el sol, por leer.
Y le enseñó un
libro doblado sobre su lomo.
- Quién lo
hubiera dicho, ¿eh?
Y ella sonrió.
Era la primera vez que, en mucho tiempo, una sonrisa nacía espontáneamente en
sus labios.
- Sí, el mundo da
muchas vueltas.
Luego se pusieron
a evocar a aquel lejano pasado en común como si aquellos primeros años de adolescentes hubieran sido lo único
importante.
- Me tengo que
marchar -dijo ella por fin, levantándose de banco-. Hará rato que los niños se
han despertado.
- ¡Vaya! -volvió
a exclamar él, de nuevo con la cabeza gacha y la mirada fija en los pies.
- ¡Me hubiera
gustado decirte tantas cosas!
- Ya...
Se estrecharon
las manos y ella, antes de soltarse, añadió:
- De todos modos,
podemos vernos algún otro día.
- Sí, claro, además, me gustaría ver a tus hijos.
- Bueno, pero
primero tendré que lavarlos.
El rió.
- Vengo aquí
todas las mañanas que hace bueno.
- Pues vendré a
verte.
Ella le dio la
espalda y echó a andar.
- ¡Adiós,
Victoria!
Se volvió.
- ¡Adiós,
Enrique!
IV
Enrique aún trató
de leer un rato antes de volver a la pensión. No lo consiguió porque estaba
demasiado exaltado para concentrarse en la lectura, en las aventuras galantes
de aquel viejo con inocentes novicias, con incestuosas princesas mexicanas, con
antiguas amigas moribundas. Pero tampoco le apetecía volver a subir los
gastados escalones que llevaban de la calle a la puerta de su residencia, de
adentrarse en el pasillo oscuro decorado con papel que imitaba el terciopelo
granate y que conservaba un olor perenne a coliflor hervida, aunque fuesen
alubias las que se estaban guisando en la olla a prensión de la cocina. El suyo
era un cuarto angosto de techo alto al que entraba la luz desde un ventanuco
tan elevado que no podía abrirse; la única ventilación posible era a través del
pasillo, así es que la alcoba tenía el mismo olor a comida impregnando en los muebles: la mesita de
noche, el armario de luna, una mesa camilla con un flexo y un brasero, una
silla y la cama con el somier hundido en el centro.
Pese a todo ello,
aquella noche, cuando se acostó volvió a sentirse presa de una agitación que ya
creía olvidada para siempre. Había habido un tiempo en su vida en el que fueron
muchas las mañanas en las que, cuando
despertó, se dijo a sí mismo que tal vez se encontraba ante un día
importante y que, cuando la noche llegara, habría ocurrido algo que ya nunca
olvidaría; sin embargo, fueron pocas las veces que se acostó sin sueño, con un
presuroso latir en el corazón, con la certeza de que la primavera es una
promesa que siempre se cumple. Fue un tiempo en el que todavía creía posible
los milagros, aunque ya había dejado de ser un niño de uniforme azul y cartera
colgada en la espalda camino de un colegio de monjas, y la rutina de una vida
ordenada le iba apagando las inquietudes del espíritu, que lentamente se hacía
tan gris como sus primeros trajes.
Había entonces despertares en los que, habiendo
recobrado en sueños nítidos recuerdos de cualquier mañana de mercado:
bulliciosos vendedores ambulantes de ropas y cacharros, de loza y libros
usados, de cintas para el pelo y medicinales hierbas; renacían en él anhelos de
vagabundo, afanes errantes escondidos en su corazón desde un día de otoño
llegaran a su pueblo los húngaros, con un oso atado bajo el carro y una gitana
con bañador sobre los pantalones de pana a la que nunca pudo olvidar. Lo que
más temía entonces era acabar integrándose en el sistema en que había empezado
a absolverlo: hacer carrera en la empresa, acabar dirigiendo uno de los
departamentos, con esposa oficial y una amiga distinta cada dos o tres años,
escuchando a Vivaldi en un equipo comprado en grandes almacenes, leyendo el
último libro de moda con un vaso de wisqui con soda en la mano y resignándose
al pensar que así es la vida, que la aventura es un viaje programado por el
Nilo abonado con tarjeta de crédito en la agencia, o una escapada a París en
Talgo, para hacer el amor pagándole a una putita adolescente. Nunca se le
ocurrió pensar que pudiese haber algo más triste, que el futuro tuviera en la
puerta un cartel rezando: “viajeros estables y de paso”, que lo extraordinario
fuese llegarse alguna mañana de domingo hasta el rastro para comprar un libro,
no precisamente de moda, o una revista cuyas fotos le hicieran de pareja, que
el ligue no fuese una niña, sino una mujer mayor que él, a quien se le pagaba
no por hacer el amor sino por charlar un rato.
Mas aquella noche
había de ser todo distinto. El encuentro con Victoria le hizo recobrar
recuerdos muy lejanos y, dando vueltas en la cama, pese a los chirridos del
somier de muelles, llegó hasta su misma infancia, hasta aquel día, perdido en
el tiempo, en que un mago llegara al colegio y, ante sus propios ojos, no sólo
convirtiera el agua en vino o cambiara de colores de un plumero, sino que
incluso consiguió escribir su propio nombre, Enrique, en una pizarra, sin
tocarla con las manos y pese a que él mismo la sujetaba
fuertemente contra el pecho en el que el corazón le palpitaba
inquieto, tan inquieto como en esa noche de insomnio.
-O-
Anduvo rápida,
sin detenerse ante ningún cristal, sin ensimismarse en la espera ante los rojos
semáforos. El corazón le latía con un ritmo distinto, no nuevo, pero sí
olvidado.
Cuando llegó a la
casa abrió todas las ventanas de par en par. “¡Qué sucias están!”, pensó. Cogió
un cubo de agua, detergente y una bayeta; empezó a limpiar y el cristal
enjabonado le devolvió la imagen de una mujer que tarareaba una canción.