viernes, 20 de julio de 2018

LA CAJITA DE FÓSFOROS

Es curioso como en las tardes de primavera en las que, como en ésta, sopla una brisa suave con los aromas del trigo verde y la flor del almendro, el recuerdo que más nítido me llega desde los tiempos de la lejana niñez, no es el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Daniel, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero y dejaba que me encasquetara su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía de permiso… Más que a ninguno de los seres vivos o que al resto de los rincones de la casa, recuerdo la alcoba que había junto al pajar, la que primero fuera el dormitorio de Carolina y después, sólo por unos días, el tuyo.
Aunque lo habrás olvidado (si es que alguna vez lo supiste), Carolina fue la “muchacha” que ayudaba a mi abuela en las tareas de la casa y que, a la vez, nos cuidaba a mis hermanos y a mí. Pasados los años y, para ser sincero, reconozco que ni siquiera yo podría describirte los rasgos de su rostro, de tan borrados como están en mi memoria… Y, sin embargo, la recuerdo porque aún veo, cerrando los ojos, su vestidillo de todos los días: un babi blanco con diminutas y multicolores florecillas estampadas; rememoro con un escalofrío el tacto cálido de su mano, con la que me cogía para subir las escaleras de la cámara donde estaba ese cuarto suyo, junto al pajar y los trojes, bajo los “cabirones” de los que pendían las uvas y los melones… Y recuerdo, sobre todo, la risa alegre que, como torrente, me llegaba a través del tabique de madera, cuando en el cuarto se encerraba con mi tío Daniel.
La habitación tenía el suelo de yeso, enjalbegado como las paredes de tablas. Los palos del techo caían hasta casi tocar el suelo por el lado de la ventana: un ventanuco sin cristales desde el que se veían las últimas calles del pueblo, todavía sin asfaltar, y la carretera empedrada perdiéndose en el horizonte. Cuando, antes de conocerte, Carolina me subía con ella a su habitación, a mí me gustaba ponerme de rodillas junto a aquella minúscula ventana y ver, como en una película, todo lo que pasaba ante mis ojos. Ella, mientras tanto, me hablaba de cosas que yo no entendía y a las que no prestaba demasiada atención porque lo importante, en aquellos momentos, era sentirme allí, envuelto en los aromas de las frutas que pendían del techo, que emanaban de sus negros y rizados cabellos o que llegaban hasta mí, a través de aquel hueco sin cristales, desde los campos cercanos.
Carolina se marchó un verano, después de las fiestas. Aquel año, junto a las barcas para mecerse y los titiriteros sin carpa, había venido al pueblo un buhonero que tenía seis dedos en cada mano y que se hospedó en la posada de nuestra calle; mucha gente iba a verlo porque decían que curaba los males de espalda con sólo pasar sus manos y Carolina nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a mirar cómo lo hacía. Quizá por eso, cuando supe que nunca más volvería, se me dio por pensar que se había marchado con aquel hombre y la imaginaba cogida de su mano con seis dedos, sentada en una silla de anea a la puerta de cualquier posada y curando a toda clase de tullidos.
Durante mucho tiempo, hasta que tú viniste, la alcoba permaneció vacía. Aunque cada mueble continuaba en su sitio y la cama seguía montada, el colchón de borra había sido enrollado y atado con una soga de esparto, en la zafa del palanganero se iba depositando una capa de polvo cada vez más tupida y las telarañas anunciaban la fortuna por cada rincón.
Un día, sin embargo, la puerta volvió a abrirse de par en par, el colchón se bajó al patio para que lo sacudieran, el polvo y las telarañas se quitaron a conciencia, el suelo y las paredes se enjalbegaron de nuevo y junto a la zafa, “limpia como los chorros del oro”, se pusieron un jarro con agua y una toalla de hilo… La alcoba sería usada de nuevo: Ibas a venir y aquél sería tu dormitorio. Eras la novia de mi tío Daniel. Os habíais hecho novios en la ciudad, durante su mili, e ibas a pasar con nosotros las vacaciones.
Llegaste con retraso, a las cuatro de la tarde, en el tren de las tres. Mi tío quiso esperarte solo y no permitió que nadie le acompañara a la estación, pero yo lo seguí, ansioso como estaba después de tantos preparativos. Desde el parque os vi aparecer cogidos de la mano; con una maleta él y una bolsa de viaje tú. Entonces os salí al encuentro. “Éste es Manuel –me presentó--, mi sobrino”.
Eras una mujer grande, mucho más alta que Daniel. Reías de una forma abierta y franca que se contagiaba fácilmente. Mirabas directamente a los ojos, con una mirada limpia que turbaba, y sonreías con ternura ante la turbación que provocabas.
Durante los días que permaneciste en nuestra casa anduve lo más cerca de ti que me fue posible: Me gustaba verte y escucharte; me encantaba que te fijaras en mí, que me hicieras preguntas, que me alborotaras el pelo con tus grandes manos. Pensaba en ti constantemente y al acostarme me costaba dormir. Cuando comprendí que por primera vez me había enamorado, anhelé ser grande para poder abarcarte con mis brazos, protegerte, mimarte y cuidarte como a una niña… Pero sólo la última noche de tu estancia me atreví a subir hasta tu cuarto. La puerta estaba entreabierta y me quedé mirando desde
la penumbra aquella habitación que ya me pareciera mágica cuando, tan sólo un par de años antes, la ocupaba Carolina.
Me viste y me invitaste a pasar. Lo hice tímidamente y, como si aún fuera el niño de antes, me arrodillé ante el ventanuco, tratando de vislumbrar las últimas calles, todavía sin asfaltar o la carretera que más que en el horizonte se perdía en la oscuridad. Tú, sin embargo, me tomaste de la mano y me hiciste sentar a tu lado; luego sacaste la maleta de debajo de la cama y, entre tus ropas, buscaste un paquete de tabaco. Me ofreciste un pitillo que yo rechacé avergonzado. “Guárdalo para cuando seas mayor”, me dijiste, encendiendo uno para ti, antes de darme también la caja de cerillas.
No recuerdo nada de lo que me dijiste aquella noche, ni de cuándo o cómo volví a mi cuarto, ni de qué ocurrió con el cigarrillo… Sin embargo, tantos años después, como el recuerdo del aroma de los melones y las uvas que pendían del techo, del trigo verde y la flor del almendro, todavía conservo como un tesoro aquella cajita de fósforos, en la que con mano infantil dibujé un corazón y con mi letra de niño escribí tu nombre.


Primer premio en la edición de 2018 del Certamen de Relatos "Cuando yo era niño", de Leioa.