El día que Fabiola le
habló por primera vez, Sara Ramírez recordó la noche de su llegada al albergue
y la angustia que, por un momento y pese a toda la experiencia acumulada,
sintió al comprender que de nuevo sería testigo de los horrores que ya había
vivido en Mozambique y en Colombia. Fabiola apenas había susurrado una frase en
su oído, pero fueron aquéllas de mayo de 2008 las primeras palabras que, desde
hacía meses, dirigía a otra persona.
Sara Ramírez evocó
entonces la noche que llegó a Estelí y, al conocer a Martha Munguía, no pudo
menos que recordar a Trinidad Bautista, con quien dos años antes había
convivido en el corazón de Colombia, donde también había colaborado como
psicóloga voluntaria en un hogar en el que se acogía a niñas que habían sido
víctimas de la violencia doméstica, una forma de decir suavemente que habían
sufrido abusos sexuales y hasta violación dentro de su entorno familiar, en el
propio hogar. Desde luego, su anfitriona nicaragüense, pese a que no podía
ocultar las huellas que el dolor había ido marcando en su rostro con el paso de
los años, era más joven que la monja colombiana, a quien tampoco se parecía
físicamente y, sin embargo, ambas mujeres sonreían con la misma ternura y
tenían en los ojos ese brillo especial en el que ella, como psicóloga y por su
propia experiencia, interpretaba como señales de decisión personal, de
seguridad en sí misma, de conciencia tranquila y de nobles ideales.
Sara Ramírez miró a su
alrededor a la vez que se percataba de lo poco, de lo muy poco que importan los
nombres, los lugares, las edades… La mujer que tan efusivamente la había
abrazado se llamaba Martha Munguía, pero podía haberse llamado Trinidad
Bautista o Mari Carmen Aguado; vivía y trabajaba en Nicaragua, pero igualmente
podría estarlo haciendo en Colombia o en Mozambique… Tenía 62 años, pero podía
haber tenido 79 ó 36. Sara Ramírez ya había aprendido, como psicóloga y por su
propia experiencia, que nada de eso importa cuando en tu camino se ha cruzado
una niña de nueve años, que desde los tres está siendo violada en su propia
casa por su padrastro, por su propio padre, por sus hermanos… porque tampoco
importaba quién.
- Las niñas ya están
durmiendo y, como tendrás que descansar del viaje, no podrás conocerlas hasta
el almuerzo de mañana, cuando vengan del colegio.
Sara Ramírez asintió.
Tendría tiempo de conocerlas a todas, de irse ganando la confianza de cada una
de ellas para que pudieran abrir sus
corazones y dar salida a todo el dolor, a toda la amargura, a toda la angustia
que el fondo de ellas estuviera torturándolas: sentimientos de culpabilidad,
temores injustificados, confusión de miedos y deseos sexuales… Nada que fuera
muy diferente a lo que había encontrado en la provincia del Maputo mozambiqueño
o en el departamento del Tolima colombiano; nada muy diferente a lo que pudiera
encontrarse en cualquier país del mundo, desde el más pobre al más rico, desde
el más retrasado al más desarrollado; porque el mal se extendía por toda la
tierra y por todas las capas sociales.
- Mañana las conoceré
–asintió Sara, sabiendo que, salvo alguna que otra excepción, se encontraría
con un puñado de niñas risueñas y dicharacheras, ansiosas de conocerla, de
preguntarle si tenía hijos, si en su país se salía a rumbear, si le gustaba la
cajeta de coco o la serie de televisión que en Nicaragua estuviera de moda en
ese momento… Felices de que ese día, en el almuerzo, hubiera postre de las tres
leches en honor de la recién llegada, a la que tratarían de coger de la mano,
de sentir cercana. Niñas que en nada se distinguirían de otras niñas que
pudieran estar jugando en la calle, en las puertas de sus casas, felices de
saborear la melcocha y las hojuelas, dispuestas a ir a la piscina o echar a
correr detrás de un carromato que anunciara la llegara de un circo… Niñas como
cualquiera, salvo dos o tres que se mantendrían distantes y altivas, ajenas,
desconfiadas; y alguna otra que, por el contrario, se mostraría temerosa y no
se atrevería a acercarse a ella ni a las demás, que apenas si levantaría los
ojos del suelo y se quedaría al margen de cualquier alegría como si no tuviera
derecho a la risa, al juego, a coger la mano de la “doctora” o recibir sobre
los rizos de su pelo crespo una caricia de la recién llegada…. Niñas como
todas, salvo esas dos o tres y salvo que cada una de ellas, en algún rincón del
alma trataría de esconder, incluso de sí misma, lo que nunca hubiera querido
vivir, lo que sólo alguna noche, en mitad del sueño, reviviría en forma de
pesadilla que le haría despertar aterrada, y la dejaría por unos días en el
grupo de las que andaban cabizbajas y silenciosas, de las que habían perdido la
sonrisa y el brillo de los ojos, el gusto por el juego y los dulces. Fabiola
era una de ellas. Nunca había hablado con nadie. “Pero puede hacerlo –le informó Martha-; le habla en voz alta a las muñeca, cuando no se sabe observada”
Sara Ramírez lo
imaginaba, lo sabía como psicóloga y lo sabía por su propia y amarga
experiencia: El dolor de no poder reír, el miedo a las caricias, las tristezas,
las ganas de llorar y de dormir para siempre; todo lo que supone que tu propia
casa se haya convertido en una cárcel; que el único lugar del mundo dónde
puedes acudir cuando te sientes mal, cansada o hambrienta, asustada o sola, sea
ese infierno; que ni siquiera seas capaz de imaginar que ese dolor pudiera no
existir, de soñar un mundo donde las cosas ocurran de manera diferente… Y
romper el silencio es el primer paso para salir de ese infierno, para iniciar
un largo camino de recuperación, donde no falta el sufrimiento, pero donde
empieza a verse la luz.
Todo lo recordó Sara
Ramírez el día que Fabiola le habló por primera vez. Apenas había susurrado una
frase en su oído, pero fueron aquéllas de mayo de 2008 las primeras palabras
que, desde hacía meses, dirigía a otra persona y, aunque muy bajito, le
preguntó “¿Cómo se dice tengo miedo?”
Antes de contestar, Sara la estrechó fuertemente contra sus brazos, impulsada
por sus ganas de abrazarla y para evitar que la niña viera las lágrimas que
habían empezado a surcar su rostro.
- Así, mi amor, así.
- Así, mi amor, así.
Relato ganador del VIII CONCURSO DE RELATOS Y VIAJES SOLIDARIOS "LO VIVES LO CUENTAS" FUNDACIÓN JUAN BONAL.
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