Apenas hace unas semanas que he
regresado de África, concretamente de Ghana, uno de esos países que, situado
junto al golfo de Guinea, forman parte de lo que se conoce como el “África
negra”… Se le llamó así no por el color
de la piel de sus habitantes, sino porque, inexplorada durante tanto tiempo, en
los mapas se pintaban de negro todas esas extensiones de su interior en la que
aún no se habían dibujado fronteras y en las que no se conocían países, ríos,
selvas, pueblos que hoy podemos ver en los mapas pero que, seguramente,
seguimos desconociendo.
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Niña en el colegio de Nkontrodo con el mapa de África a sus espaldas |
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Poblado de Guabuliga |
Lo primero que me sorprendió
fue lo mucho que África se parece a África. Y no es un juego de palabras. Era
la tercera vez que volaba a ese continente. La primera fue a Melilla, sin salir
de España… La segunda a Túnez, que no deja de ser un país mediterráneo, como el
nuestro, y del que me vine con la impresión de que los guías me habían mostrado
una especie de parque temático en el que a los turistas se nos enseñaban
palmeras a las que un hombre se subía a coger dátiles, en plan artista de
circo; parajes desérticos en los que se rodó alguna película conocida, bazares
en los que los precios estaban inflados para que pudiéramos darnos el gusto de
regatear hasta que nos dejaran una chilaba por la mitad de su precio inicial,
aldeanos que (con muy poco entusiasmo), nos ofrecerían dos o tres camellos a
cambio de nuestra mujer, para que luego pudiéramos contárselo a los amigos; y
la casa de una tía del guía a la que sólo nos llevaría a nosotros (era algo que
nunca hacía), para que viéramos una familia beduina y tomáramos un té con ellos
(luego nos pedirían una ayuda para los libros escolares del niño o para la
medicina que había que llevarle al abuelo desde Europa o Estados Unidos). Nada que ver con esa vida real de los
tunecinos que cada día se iban a trabajar a sus talleres, oficinas, campos,
tiendas o barcos de pesca, a estudiar al colegio o la universidad, al cine o a
comprar en los centros comerciales… Y no estoy contando nada que no pase en
España cuando a los turistas se los lleva a pasear por el Sacromonte en
Granada, a que se hagan una foto junto a un burro cargado de botijos en Mojácar
o se les haga cruzarse, “casualmente”,
con una tuna que recorre las calles de Madrid tocando sus laudes y
bandurrias, y en la que los tunos son unos tunos que ya pasan todos de los
cincuenta años.
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La ciudad de Elmina |
Así
es que, como mi viaje a Ghana no tenía nada de turístico y sólo iba a ver gente
trabajando en dispensarios médicos, hospitales, centros de formación y colegios,
llegué allí convencido de que, salvando algunas diferencias culturales y
económicas, me encontraría con un país más o menos parecido al nuestro o, en
todo caso, a otros países situados en su misma latitud, como pueden ser
Colombia o Venezuela. Y esa fue mi gran sorpresa: descubrir que África sigue
siendo África y que, pese a la globalización y a la uniformidad que nos imponen
las multinacionales, todavía es posible
encontrar el paisaje y el ambiente que nos han hecho llegar con las películas de
Tarzán, que son las primeras que me vienen a la cabeza, quizá porque una noche,
en Asikuma, me despertó el tantán de los tambores, que parecían llegar de la selva
cercana o, días antes, no muy lejos de Walewale, entré a pie en el poblado
de Guabuliga, donde la gente vive en
chozas de tierra con tejados de paja y utiliza los mismos recipientes y
herramientas que aparecen en los libros de texto, cuando se estudia la
prehistoria).
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Consulta bajo el baobab |
Tengo que confesar que sabía muy poco de
Ghana cuando me comunicaron que ése era el país al que tendría que viajar, como
castigo por haber ganado un premio de relatos. Sabía más o menos por dónde
buscarlo en el mapa, que tiene costa y que antaño se había llamado Costa de Oro,
que produce cacao, que su selección de fútbol siempre es de las que suenan y
sorprenden en los mundiales, que hacen ataúdes divertidos para poder enterrar a
cada uno con aquello que le gustó o le hubiera gustado tener… Pero no recordaba el nombre de su capital,
Acra, aunque alguna vez lo habría estudiado en la escuela, ni conocía el de
ninguna otra ciudad. Cuántos habitantes. Qué idioma hablan. Quién lo gobierna.
Cuál es su historia. Cuál su moneda… Me
di cuenta de lo poco que sabemos de algunos países, qué poco parecen
importarnos… Para mí Ghana era sólo parte de esa mancha oscura, de esa parte
pintada de negro en el mapa, sin fronteras precisas, sin ciudades, sin ríos ni
lagos (y eso que en su territorio se encuentra el Volga)… Un país del que
incluso en Internet resulta difícil encontrar
mucha información.
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Sala de espera del dispensario de Walewale |
Ya antes de viajar allí me informé de
los proyectos que iba a visitar y supe que, para verlos todos, recorrería el país de norte a sur, viajando
primero a Walewale, en plena sabana africana y llegando al final hasta Elmina,
ciudad bañada por el Atlántico, al que se asoman bellas playas tropicales de
arenas blancas y esbeltas palmeras desde la que , hace apenas un par de siglos
aún embarcaban, para llevarlos a América como esclavos, a los negros que eran
capturados o comprados no sólo en
aquella Costa del Oro, sino en todo el centro de África. Aún se conserva y se
visitan dos castillos cercanos, el de Elmina y el de Cape Coast, en los que se hacinaban en las peores
condiciones que se puedan imaginar y donde, padeciendo todo tipo de vejaciones,
esperaban el barco en el que, si no habían muerto en los calabozos del castillo
o en la bodega del barco, llegarían a tierras americanas para no regresar
jamás.
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Sala de maternidad. Hospital de Asikuma |
Pero el primero de los
lugares que visité se llama Guabuliga. Un poblado de chozas de tierra y techos
de paja en el que, con herramientas primitivas, cultivan los campos y en el
que, como en una extensión del dispensario de Walewale, se atiende la salud de
la población que carece de medios para desplazarse hasta el pueblo. Así, mi
primer contacto con el trabajo que se hace en plena sabana africana fue de verdad
impactante: A la sombra de un árbol enorme, que bien hubiera podido ser un
baobab, porque abundan en la zona, se reunían un puñado de madres con sus bebes
que, en una báscula colgada de una de las ramas, eran pesados y medidos. Se
trataba de hacer un seguimiento de su nutrición, a la que se contribuye no sólo
facilitándoles alimentos, sino también formación porque como supe después, el
problema de la nutrición de estos pequeños no es tanto por falta de comida
(puede que incluso no pasen hambre), como por la pobreza de la misma pese a
que, sabiendo utilizarlos, en la zona habría recursos suficientes para
alimentarlos adecuadamente.
Junto al árbol, en una construcción
relativamente reciente, se pasaba consulta y se facilitaba medicación para una
población numerosa, mayoritariamente mujeres y niños, que esperaban
pacientemente a ser atendidos por un personal que cuenta con más voluntad que
medios. El pequeño dispensario dispone también de un par de camas en las que
atender a los más enfermos, como una mujer afectada de malaria, que se
encontraba “hospitalizada” cuando yo los visité.
El dispensario de Walewale es más
grande, mejor construido y con muchos más recursos que su extensión en
Guabuliga: Zona de espera más acondicionada, consultas separadas de la gente
que aguarda, un pequeño laboratorio, dependencias administrativas, farmacia
organizada y más camas para poder atender a quienes necesitasen ser
hospitalizados unas horas.
Tuve la suerte de conocer allí
a una muchacha de Burgos, que lleva veinte años, aprovechando sus vacaciones en
el hospital en el que trabaja y en la universidad en la que da clases, para
irse allí como voluntaria; me acompañó y me hizo de guía por el bullicioso mercadillo
del pueblo; aunque Ghana en sí misma es una nación con tal cantidad de
vendedores ambulantes, que todo el país
parece un mercadillo
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Castillo de Elmina |
Donde sí pude ver el funcionamiento de
un verdadero hospital es en Asikuma. En realidad se trata de todo un complejo
hospitalario que da servicio a una población de más de doscientas mil personas.
Se trata de varios edificios en el que se atienden urgencias y consultas por
especialidades: cardiología, otorrinolaringología (igual de difícil de decir en
español que en inglés), oftalmología… Quirófanos, laboratorios, almacén de
farmacia… Una sección de radiología. Salas de hospitalización para hombres y
mujeres, otra para la maternidad, alguna
habitación individual para enfermos infecciosos, servicios de comedor,
dependencias administrativas, talleres, lavandería… y hasta unas casitas en las
que podían pernoctar los familiares de los enfermos que, habiendo venido de muy
lejos no pudieran regresar en el día a su domicilio. Enumero todos estos
detalles para que se vea la importancia del hospital, pese a lo precarios que
puedan parecer su construcción, su equipamiento y los servicios que ofrecen al
paciente, si los comparamos con los
nuestros. Puedo ilustrar lo que digo con un ejemplo: En una de las salas de
maternidad, en la que estaban hospitalizadas las mujeres que habían sido
intervenidas con cesárea, vi que entre las dos filas de camas, habían puesto
unos colchones en el suelo, que también estaban ocupados por madres con bebes.
Cómo no pude evitar lamentarme (lamentar que no criticar), la situación en la
que estaban, me explicaron que esas mujeres se sentían muy afortunadas de estar
en esas condiciones porque, si estuvieran en su casa, no sólo también estarían
en un colchón en el suelo, sino que posiblemente compartido con el marido y algún
otro hijo, en un habitáculo menos espacioso, menos luminoso y mucho más
agobiante… Sólo entonces me di cuenta de la intimidad que puede proporcionar el
estrecho pasillo que separa una cama de otra cama, si ésa es sólo para ti y
para tu hijo. Cuando más tarde llegamos al cuarto (éste sí que individual), de
la muchacha enferma de tuberculosis, la encontramos acostada en
el suelo, sobre unos cartones… Le pregunté por qué estaba allí, si tenía una
cama, y me dijo que porque estaba más cómoda en el suelo, que es a lo que
estaba acostumbrada.
No se puede generalizar en
base a un solo dato y menos si no se es especialista en nada… pero me pregunto
si aparte de ser ésta una anécdota para contar no debería hacernos pensar hasta
qué punto es mejor exportar nuestros
modelos que ayudar a la evolución y el desarrollo de los países a los que
pretendamos ayudar.
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Niños del colegio de Nkontrodo |
De Asikuma viajé por
carretera hasta Elmina. Las carreteras de Ghana son bastante buenas en general,
por lo que yo he podido ver (siempre es arriesgado opinar de esta manera cuando
se ha estado tan poco tiempo y apenas se ha conocido parte del país, aunque se
haya recorrido de punta a punta). Muchas veces transcurren por medio de la
selva… pero, no nos engañemos, no es lo mismo atravesarla en coche por una
carretera asfaltada y con arcenes que por una senda en la que haya que ir
abriéndose paso, machete en mano. Uno ve paisajes que lo llaman a la aventura y
atraviesa poblados en los que le gustaría pararse a conocer… y apenas si le da
tiempo a hacer una foto a través de la ventanilla, una foto que, en el mejor de
los casos (si no sale movida), será sólo una imagen quieta en la que apenas se
vislumbre la vida que bullía al pasar, y no puedan ni imaginarse los sonidos y los olores que nos llegaban desde
el otro lado del cristal.
Elmina es una ciudad junto al mar, de
alguna manera algo turística (es el único lugar en el que vi hombres blancos,
fuera de la capital), por sus playas buenas para el surf y porque a los occidentales
nos gusta ir a visitar esos castillos que ya he mencionado, en los que a los
esclavos, todavía sin amo, se les encerraba en sótanos inmundos, a las mujeres
se las violaba y a los enfermos se les arrojaba al mar, porque ya eran
mercancía estropeada… Nos gusta escandalizarnos y compadecernos, sabiendo que
no fuimos nosotros, que fueron los
holandeses, o los ingleses o, en el peor de los casos, nuestros antepasados;
pero nunca nosotros. La historia del siglo XXI aún no está escrita y, sin
embargo, allí mismo, en la ciudad de Elmina también pude conocer un centro
vocacional, que no era un centro religioso, como a mí me hacía pensar ese
adjetivo, sino una especie de centro de formación profesional en el que a las
niñas se les enseña un oficio (modista o cocinera), para que tengan la
posibilidad de escapar de la prostitución. En Ghana se puede conseguir una
muchacha a cambio de una “cocacola”. No sé si es demasiado duro como para
decirlo así de claro… pero es que parece que viene a cuento con lo que
estábamos diciendo de los esclavos. Y viene a cuento con lo que les estaba
contando de los dispensarios, los centros nutricionales, el hospital… Porque
luchar contra la prostitución también es luchar por la sanidad, por la salud de
esas mujeres, de esas chiquillas que miraban a mi cámara con ojos de niña.
Y, para poner punto final a
este relato, hablemos de algo que siempre resulta más agradable, como son los
niños: El último de los proyectos que visité fue, precisamente, el colegio de
Nkontrodo, que da educación y alimentación sana a unos quinientos niños de los
poblados cercanos. Como estuve allí los primeros días de este curso, compartí
su comida, visité sus aulas y los vi preparar las felicitaciones de Navidad que
ahora estarán llegando a las casas de sus padrinos españoles, mientras yo
escribo y mis recuerdos me llevan de nuevo a África, ese continente negro que
tanto se parece a África.
Premio "Cuaderno de Viaje" del
III Certamen Literario de Montserrat (2018)
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